Celebramos la fiesta de Santiago, nuestro
apóstol Santiago, evangelizador ardiente, patrono de España.
En este día tengamos todos muy presente que gracias a la
predicación, trabajos apostólicos, esfuerzos, sacrificios y
martirio del apóstol Santiago, hemos recibido el mayor don y
la mejor de las herencias, el patrimonio más rico e importante
que tenemos: la fe en Jesucristo, la fe cristiana. No sabemos
lo que tenemos con la fe; no hay nada mejor que pueda ocurrirnos
en nuestra vida, no hay mejor ni mayor tesoro. La historia de
nuestra patria española está amasada con la figura del
Apóstol. Lo queramos o no, los hechos son los hechos, y sin la fe
transmitida por los apóstoles ni hay España, ni se puede
entender la España que hay. Además, después de san Benito, es en
los caminos de Santiago donde surge la conciencia de Europa;
ella se ha encontrado a sí misma alrededor de la memoria de
Santiago; ella ha nacido peregrinando hacia la tumba del
Apóstol. Y en nombre de Santiago es como se evangeliza gran
parte de la América descubierta. Su sepulcro, en Compostela, y
su memoria es punto de convergencia para Europa y para toda la
cristiandad. Es mucho, en efecto, lo que España, Europa y
América deben a Santiago. Lo mejor de lo que somos y que no
podemos ni debemos olvidar, ni omitir en nuestras vidas. Su
legado, que es el testimonio y la fe de Jesucristo, están en
nuestras raíces, en la urdimbre de nuestro ser.
Nuestra
identidad de España, la identidad de nuestros pueblos, la
identidad de los pueblos de Europa y la de los pueblos de
América es, en efecto, incomprensible sin el cristianismo.
Todo lo que constituye nuestra gloria más propia tiene su origen
y consistencia en la fe cristiana que ha configurado el alma
de nuestros pueblos. Nuestra cultura y nuestro dinamismo
constructivo de humanidad, el reconocimiento y la defensa
de la dignidad de la persona humana y de sus derechos
inalienables, el profundo sentimiento de justicia y libertad,
el amor a la familia y su verdad, y el respeto a la vida, el
sentido de tolerancia y de solidaridad, patrimonio todo él
del que nos sentimos legítimamente orgullosos, tienen un
origen común: la fe cristiana, en cuya base se encuentra el
reconocimiento de la verdad del hombre y su pasión por el
hombre y su defensa.
Esta verdad y defensa del hombre, de
la persona humana y de su libertad, bases de una sociedad
democrática y de una convivencia en paz, son inseparables de
la fe en el Dios y Padre de Jesucristo, Creador de todo, que ama a
cada ser humano por sí mismo, y que, en un supremo gesto de amor,
ha enviado su Hijo Único al mundo para que se hiciese hombre y
compartiese en todo nuestra condición humana, menos en el
pecado, entregase su vida por nosotros, y resucitase
vencedor de la muerte para la salvación de todos. Ningún
continente ha contribuido más al desarrollo del mundo, tanto
en el terreno de las ideas como en el del trabajo, en el de las
ciencias y las artes, como el nuestro. Porque no hay desarrollo ni
progreso humano al margen de la verdad del hombre y menos aún en
contra de ella. Tengamos muy en cuenta esto: no hay desarrollo ni
progreso humano al margen de la verdad del hombre. La verdad del
hombre está en Jesucristo, visto y oído, experimentado y
palpado en la historia, anunciado y testificado por los
Apóstoles. Y la verdad nos hace libres. La verdad del hombre en
toda su profundidad y extensión es fuente de libertad
auténtica. La fe permite al hombre conocerse a fondo,
descifrar el enigma de su existencia, situarse justamente en
su libertad. Esto, los españoles se lo debemos a Santiago. A él
somos deudores de la visión y aprecio de la libertad que, lo
queramos o no, en el mundo ha venido de la fe.
Somos un
pueblo de raíces cristianas, que le han dado base y fundamento en
su historia, pero que ha experimentado con fuerza los
impactos de la secularización y que se ha abandonado un poco
–bastante– en esa fe: un pueblo que necesita, en definitiva,
una nueva y decidida evangelización, esto es, enriquecer su
formación cristiana en todos los niveles; un pueblo que
recupere el vigor de una fe vivida que puede fortalecerse en
su actuar conforme al Evangelio y a la verdad más genuina del
hombre. La memoria de Santiago, que no es mirada al pasado sino
capacidad y apertura al futuro, nos evoca nuestro ser más
propio de cristianos y nuestras raíces más hondas. Vivimos una
hora crucial en la historia, con peculiaridades muy concretas y
apremiantes entre nosotros, que reclama que la Iglesia en
España sea de verdad la comunidad de los creyentes
convertidos al Evangelio de Jesucristo, una Iglesia de hombres
y mujeres que crean en Dios como origen y garantía de la plena
salvación de los hombres y testifiquen ante la sociedad el
valor liberador y humanizador de esta fe. Una Iglesia que no
pretende imponerse al resto de la sociedad ni fortalecerse
con privilegios sociales, pero que sea respetada en su
condición.
Una Iglesia que honre el nombre de Dios ante los
hombres y contribuya positivamente a acercar la vida humana
al Reino de Dios esperado; sin separarse de la historia y sin
confundirse con ella, sin huir del mundo y sin conformarse con
él, formando parte realmente de la sociedad y no dejándose
asimilar por nada ni por nadie. Una Iglesia convertida y
sostenida por la esperanza de una humanidad justa y dichosa
que viene de Dios. Una Iglesia que sea la transparencia de Cristo
entre los hombres, oscurecida a veces por la conducta de los
cristianos, pecadores como los demás hombres. Una Iglesia
orientada toda ella al anuncio del Evangelio de la caridad y la
alegría a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, exaltados por
la esperanza pero a la vez perturbados con frecuencia por el
temor, la angustia, el desaliento o el desencanto.
Quiero
recordar aquí aquellas estimulantes palabras del Papa san Juan
Pablo II en su primera visita apostólica a España, como si
estuvieran dirigidas hoy directamente a nosotros: “Es
necesario que los católicos españoles sepáis recobrar el
vigor pleno del Espíritu, la valentía de una fe vivida, la
lucidez evangélica iluminada por el amor profundo al hermano. Para sacar de ahí fuerza renovada que os haga infatigables
creadores de diálogo y promotores de justicia, alentadores
de cultura y elevación humana y moral del pueblo. En un clima
de respetuosa convivencia con las otras legítimas opciones,
mientras exigís el respeto a las vuestras”.