Nos acabamos de enterar que en el año 2014 el número de víctimas por suicidio dobló al de muertos por accidentes de tráfico. Y es que casi cuatro mil personas decidieron quitarse la vida de forma voluntaria.
Los expertos tienen claro que no hay una única razón, que la sola crisis económica no es la exclusiva causa de tanto suicidio. Por eso uno piensa en otra cifra escandalosa que también se mantiene medio en secreto: la de muertes provocadas por los abortos voluntarios, que en ese mismo año fue de noventa y cinco mil. Seguro que tampoco hay una sola razón que arrastre a una mujer a acabar con la vida de su hijo.
Estas muertes trágicas quizá tengan un denominador común: la falta de ilusiones grandes, un vacío existencial que nada material puede llenar y una soledad que cierra la puerta a toda esperanza. Vivimos en una sociedad que ha hecho suya la cultura de la muerte con apariencia de vida, agobio o compasión: experimentación con embriones, fecundación in vitro, el aborto legalizado y la eutanasia camino de serlo.
¿Qué podemos hacer para que la cifra de estas muertes silenciosas disminuya lo más posible? ¿Rezar por toda esa gente que sufre? ¿Mirar más a nuestro alrededor y así caer en la cuenta de que hay personas sufrientes a nuestro lado? ¿Alegrarnos por los éxitos de los demás y compadecernos de los que fracasan? ¿Felicitar a todas esas mujeres que han decidido seguir adelante con su maternidad? ¿Apoyar a todas esas asociaciones que ayudan a las madres con problemas económicos, sociales o emocionales?
Dios quiera que nunca nos tengamos que lamentar por el suicidio de un ser querido, un amigo o conocido. Ojalá tampoco nos tengamos que afligir porque un familiar, una amiga o compañera haya decidido abortar. No podemos perder más tiempo. Toca ya salir de nuestro ensimismamiento. ¿No crees?
