Existe una gran mayoría de personas a las que la salud les obsesiona hasta el punto de que cualquier molestia la ven como síntoma de enfermedad y esto les lleva a una rigurosa vigilancia para erradicar los posibles males que se imaginan. Se han formado un ideal de perfección física y les produce un malestar grande comprobar el normal deterioro que se produce con el paso de los años. Pero quizá lo que más deja insatisfechas a estas personas sea el constante temor de ponerse enfermas y esa misma insatisfacción les incapacita para disfrutar de los beneficios de una buena salud. Se les podría aplicar la conocida frase de Tagore: “Si de noche lloras por el sol, no verás las estrellas”.
Es verdad que el mundo, como nos lo recuerda un informe tras otro, está lleno de ocasiones peligrosas: pesticidas en la agricultura, aguas contaminadas, riesgos de cáncer de piel por broncearse demasiado al sol…
También es cierto que aparte de esas agresiones externas tropezamos con nuestra propia pereza que nos hace rehuir el ejercicio, el autodominio en la mesa, o el chequeo periódico, todo ello útil y conveniente.
Los organismos competentes en la materia nos facilitan programas educativos y establecen controles más severos para los productos alimenticios, intentando convencer al público al prevenir de los peligros de ingerir demasiado alcohol, o sal o grasas.
Pero tampoco debe llegarse a concebir la salud como un valor supremo hasta el punto de crear un nuevo moralismo. Cuando los verdaderos valores morales se desvirtúan es comprensible que un dolor de cabeza, una tos rebelde o un kilo de más creen auténticos escrúpulos, no aceptando que la enfermedad sea algo natural.
Por otra parte, parece que tiene ya carácter de sentencia firme la conocida frase: “Lo principal es la salud”. Pero ¿es realmente cierta esa afirmación?, ¿no se esconde tras ese deseo la otra cara de buscar la felicidad?
Es indudablemente legítimo pedir a la medicina que combata el malestar cuando dispone de los medios, pero ¿se le puede exigir también la felicidad? Y eso es lo que muchas veces, quizás inconscientemente, se busca en la medicina, pretendiendo hacer de la salud un sinónimo de felicidad.
El error puede estar en considerar la salud como fin supremo u objetivo último de la vida, olvidando que es un fin que se acaba precisamente con la vida.
Inevitablemente, a todos nos llega el “mal del calendario” y no podemos pedir a la medicina que nos cure de la vida ni que nos dispense de la muerte. ¿Quién no ve que la felicidad lejos de ser un estado de completo bienestar físico o psíquico es más bien una cierta manera de afrontar con alegría ese malestar que casi siempre -por difícil y mortal- es nuestra vida?
El talento de no olvidar que el hombre completo está compuesto de cuerpo y alma, conduce a no creer que “la salud es lo más importante”.
Combatir la angustia y la tristeza fue, durante siglos, la función de la religión: Dios ha sido un ansiolítico y un antidepresivo socialmente eficaz. Pero también ha sido un valor que ha estructurado una civilización. ¿Nos hemos quedado sólo con la salud como ideal, la medicina como religión y la civilización reducida a la Seguridad Social?