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EL EXTERIOR DE LA RELIGIOSIDAD PUEDE OCULTAR ALGO DE POCO DIVINO

Mon, 28 Jul 2014 07:05:00
 

Mateo 20,20-23 y Mc 10,35-41 narran el episodio de la ambición por parte de los Zebedeos, lo ponen inmediatamente después de la tercera predicción de la Pasión. La ambición que reflejan aquí los dos apóstoles está en la misma línea de incomprensión de un Mesías doliente y de su reino espiritual.

En los dos evangelistas hay una divergencia narrativa, debida acaso a las “fuentes.” En Macos la petición se la hacen directamente a Cristo “Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo”; en Mateo, su madre, Salomé (Mc 15,40; cf. Mt 27,56). Procedimientos semejantes se encuentran en los evangelios (cf. Mt 8,5-13, comparado con Lucas 7,1-10). Hay que resaltar que tanto en los círculos judíos como romanos la intercesión directa de una madre era a menudo más eficaz que la petición directa de un hombre por sí mismo (cf. 2 Sam 14,2-20; 1 Rey 1,15-21). Sin embargo en este caso no funciona.

La madre de los Zebedeos era Salomé que era del grupo de mujeres que acompañaban a Jesús en su ministerio, pide para Santiago y Juan los dos primeros puestos en su reino. En la época de Jesús, la esperanza mesiánica era de carácter nacionalista, social y político. De esta esperanza participaba Salomé como también los apóstoles, pensaban en la venida inminente de un reino terrenal.  Salomé se postra para hacerle una petición al Señor. La petición no miraba sólo a los puestos de honor, sino también a los de ejercicio y poder.

En la respuesta de Cristo hay dos partes, que acaso pudieran responder a dos temas combinados.

Con el primero les corrige el enfoque de su concepción terrena del reino. Este es de dolor. ¿Podrán ellos “beber el cáliz” que a Él le aguarda, y ser “bautizados” en el bautismo de su pasión? Se ve que este tema no responde directamente a la petición que le hacen; más directamente es el segundo, aunque sea para hablarles del plan del Padre. Por eso, la primera parte puede ser histórica en este momento, pero también podría tener un contexto lógico, para precisarles bien la naturaleza del reino. El martirio-testimonio estaba bien experimentado en la Iglesia a esta hora.

La literatura judía presenta frecuentemente el “cáliz” como imagen de alegría y fortuna, derivando acaso su uso de los festines (Sal 16,5; 23,5; 116,13; Lam 4,21); pero luego, por influjo de la copa de la venganza divina, que usaron los profetas, vino a significar también, y preferentemente, el sufrimiento y la desgracia (Sal 75,9; Is 51,17.22; Ez 23,31-33; Ap 15,7.16). El mismo sentido tiene en la literatura rabínica. El “cáliz” que Cristo bebería era el de su pasión y muerte (Mt 26,39; Jn 18,11).

En Marcos se les pregunta además si están dispuestos a “recibir el bautismo con que yo voy a ser bautizado.” Este bautismo de Cristo es igualmente la inmersión total en su pasión y su muerte (Lc 12,50). A la pregunta que les hace Cristo si estarían dispuestos a beber este “cáliz” y a sumergirse, como Él, en este “bautismo” de dolor, le respondieron que sí. No era una respuesta de fácil inconsciencia. Y Cristo les confirma, con vaticinio, este martirio de dolor. De hecho, Santiago el Mayor sufrió el martirio sobre el año 44, por orden de Agripa I (Hch 12,2), siendo decapitado. Juan murió en edad muy avanzada (Jn 21,23), de muerte natural. Pero, antes de ser desterrado a la isla de Patmos, sufrió  el martirio, pues fue sumergido en una caldera de aceite hirviendo, de la que Dios le libró milagrosamente.

Quedaba con ello corregido el erróneo enfoque sobre la naturaleza de su reino. Y les aprobaba su coraje cristiano, cuyo ímpetu se refleja en otras ocasiones (Lc 9,54). Pero había en esta petición un plan más profundo del Padre que no competía a Cristo el cambiarlo; había en todo ello una “predestinación” (cf. Jn 6,37.44), Dios dispone libremente de sus dones, de la donación gratuita de su reino y de los puestos del mismo.

Los discípulos son, pues, invitados a asociarse a la pasión de Jesús, pero no como un requisito para alcanzar un puesto de honor en el reino, sino como el único medio para ser fieles a su condición de discípulos. Jesús, fiel a su vocación de Hijo obediente, deja en manos del Padre la decisión de a quién corresponden los puestos de honor.

Nuestros deseos de ambición y poder  pueden hacer que perdamos el rumbo en nuestras vidas y no sigamos las pisadas de nuestro Señor. Una oración amable y devota también puede ser perversa en su contenido. El exterior de la religiosidad puede ocultar algo de poco divino y muy humano, incluso diabólico (cf. Mt 16,23), un intento de reducir a Dios a ser mediador de nuestros fines egoístas.   







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