La declaración de Jesús: “yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6), es el tema central del Evangelio de Juan, y resume al mismo tiempo la práctica del Hijo de Dios y la práctica de la comunidad. Colocada al comienzo del capítulo 14, adquiere un sentido especial, junto con el mandamiento del amor (Jn 13,34-35), constituye la herencia o testamento de Jesús a la comunidad de los que lo siguen.
Según el Antiguo Testamento, la Ley era el camino, la verdad y la vida para el pueblo. Practicando la Ley, las personas creían que podían llegar a dios (camino), pues sentían que en ella Dios comunicaba su proyecto y caminaba con el pueblo como aliado fiel (verdad) conduciéndolo a la posesión de la promesa (vida). Para el Evangelio de Juan, Jesús es el único camino: como existe desde Dios (cf. 1,1). Él se hizo uno de nosotros, es decir, trajo de nuestro camino el proyecto de Dios.
Esta sección se entronca con el v.1, en el que les habló de la fe en el Padre y en Él. Si va al Padre, lógicamente surge el hablar de quién sea, que conozcan el término adonde va. A lo que se une un cierto “encadenamiento semita” por el final de la frase, ya que nadie puede venir al Padre sino por Cristo.
Cristo les promete para el futuro “conoceréis”, un conocimiento especial del Padre. ¿Es para cuando estén en las “mansiones” que va a prepararles? Pero “ya desde ahora le conocéis,” es decir, desde el tiempo en que Él, durante su ministerio público, les hizo la gran revelación de Dios Padre, que envió a los seres humanos a su Hijo verdadero. Por eso, al conocer al Hijo, se “conoce” al Padre, en el sentido de que lo engendra, comunicándole su misma naturaleza divina, lo mismo que por comunicarle las obras que hace (Jn 5,19.36, etc.).
La pregunta de Felipe que pide les muestre al Padre, pensando que Cristo, que hizo tantos milagros, se lo manifestase ahora con una maravillosa teofanía, al estilo de lo que se pensaba de Moisés o Isaías, que habían visto a Dios, hace ver, una vez más, la rudeza e incomprensión de los apóstoles hasta la gran iluminación de Pentecostés.
De ese “conocer” al Padre y al Hijo se sigue que también han de saber que “están” el uno en el otro. ¿Cómo? Podría pensarse que por la unión vital e inmanencia del uno en el otro, por razón de la persona divina de Cristo; lo que la teología llama “perijóresis”. Pero seguramente se refiere al Verbo encarnado, como Jn lo considera en el Evangelio. Y así el Padre está presente en Él, aparte de otras presencias, por las “obras que le da a hacer.” Dice en un texto, que es la mejor interpretación de éste, “Si no me creéis a mí, creed a las obras (milagros), para que sepáis y conozcáis que el Padre está en mí y Yo en el Padre” (Jn 10,38; cf. Jn 14,20). El Padre está por la comunicación que le hace, y El está en el Padre por la dependencia que su humanidad tiene de Él para realizar los milagros y el “mensaje.”
Por último, para la garantía de esta mutua presencia y de la verdad de que quien lo ve a Él ve al Padre, remite a las “obras” que el Padre hace en Él.
ACTUALIZACIÓN
Para llegar a Dios no existen atajos, el único camino para llegar a Él es a través de Jesús, no existen términos medios, muchos de nosotros los católicos confundimos a quien únicamente debemos “adorar”. Es propicio el texto de Juan para aclararlo una vez más, es imprescindible que los sacerdotes y laicos preparados no sigan dejando que muchos hermanos se confundan en el camino:
1. El culto que le debemos tener a Dios a Jesús y el Espíritu Santo, que son una persona se llama latría, que es el culto de adoración. Solo se adora a Dios, no a la Virgen ni a los Santos.
Dicha Adoración, conceptualmente incluye:
· Reconocer a Dios como único Dios.
· Reconocer a Dios como único Salvador.
· Reconocer a Dios como único Redentor, en la persona de Cristo.
· Reconocer a Dios como único Infinito.
· Reconocer a Dios como único Perfecto.
· Reconocer a Dios como Camino, Verdad y Vida.
· Reconocer a Dios como único Omnisciente.
· Reconocer a Dios como lo más grande que ha sido, que es y que será.
· Reconocer a Dios como único Omnipresente.
· Reconocer a Dios como La fuente de Amor, Paz y Bondad.
· Reconocer a Dios como el único a quien debemos amor por encima de todas las cosas.
· Reconocer a Dios como el único que merece una sumisión absoluta y total de Pensamiento, Palabra y Obra.
2. A nuestra Madre María le debemos rendir una veneración suprema a los Santos pero no mayor ni igual a Dios. El culto se llama hiperdulía El culto de veneración a María lo enseña el ángel Gabriel en Lucas 1, 28: “Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo”, del mismo modo que lo confirma Santa Isabel (Lucas 1, 42-43): “Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre, ¿y de dónde a mí viene a verme la madre de mi Señor?”.
En los tres primeros siglos de la religión cristiana, el culto a María estaba íntimamente unido al de Cristo, en alusiones a la Sagrada Familia, principalmente. En el Siglo IV los himnos de San Efrén son himnos de alabanza a María, San Gregorio Nacianceno da testimonio de la invocación a María cuando la virgen cristiana Justina “imploró a María que la ayudase en el peligro que corría su virginidad” (Or. 24, 11). San Epifanio (403), enseña contra la secta coliridiana, quienes idolatraban a María: “A María hay que venerarla. Mientras al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo se les debe tributar adoración, a María no hay que adorarla” (Haer. 79, 7). San Ambrosio y San Jerónimo ponen a María como modelo de virginidad e invitan a imitarla (veneración) (Ambr, De virginibus II, 2, 6-17, Jerónimo en Ep. 22, 38; 107, 7).
3. A los santos se les rinde culto de dulía, es decir los veneramos, pero en grado inferior a Dios y la Virgen.
4. Por último y para no hacer más extenso nuestro escrito, hay que aclarar que solamente Dios hace milagros, ni la Virgen ni los Santos los hacen, ellos únicamente interceden, así como en las Bodas de Caná, cuando la Virgen dijo: “Haced lo que Él os diga”.