El semiarriano Eustacio de Sebaste en el siglo IV se preguntaba: «¿Cómo atreverse a encerrar a Dios, que es ubicuo, en los templos?». Pero el Concilio de Cangras vino a responder a Eustacio: «No encerramos a Dios en el templo, sino a los fieles».
Voltaire y los racionalistas de la Ilustración ironizaron con la respuesta que la Iglesia opugnó contra este hereje. La Iglesia declaró muy acertadamente que los paganos con su religiosidad natural construían templos para señalar sus lugares sagrados mientras quedaba profano el resto del mundo. Para la Iglesia, sin embargo, nada es impuro ni profano ni la presencia de Dios puede circunscribirse a un lugar sino que la presencia de Dios inunda la Creación entera.
Efectivamente, la Iglesia ha distinguido desde los inicios entre “Domus Dei” (casa de Dios, santuarios, templos) y “Domus Eclesiae” (casa de la Iglesia, casa del pueblo de Dios). Para los paganos y su religiosidad natural el Templo era exclusivamente “Casa de Dios”.
Para la Iglesia el Templo es por principio “Casa de la Iglesia” donde los cristianos son acogidos para celebrar la Liturgia santa, cuando las asambleas cristianas eran tan numerosas que resultaban inviables las celebraciones domésticas de la Eucaristía. La religiosidad natural levanta templos, erige santuarios; la fe cristiana instituye iglesias (eklessias)casas (para-oikos), domus.
Los Ilustrados, sin embargo, interpretaban maliciosamente esta declaración de la Iglesia, de la siguiente manera: “los curas sostienen que el templo no está para encerrar a Dios pero reconocen que existe para tener encerrados a los cristianos”. Equiparaban los templos con campos de concentración eclesiales donde atrapar y retener al gentío para así mejor lavarle el cerebro.
Pero en ningún Templo actual podrían encerrase 7.000 millones de seres humanos para estos menesteres.
Gian Lorenzo Bernini diseñó la columnata de estilo dórico que franquea la Plaza de San Pedro como símbolo del abrazo que la Iglesia ofrece a toda la humanidad, que según estimaciones demográficas ascendía entonces a 500 millones.
Hogaño habría que multiplicar por catorce esta cifra, hasta alcanzar la cifra de los 7.000 millones de seres humanos. De modo que ni aún en el caso de que este abrazo simbólico fuera el “abrazo del oso” o el “abrazo de Anteo” que pretendieron Voltaire y los Ilustrados, esta Iglesia de pastoral tradicional de sacramentos tampoco podría abarcar con sus brazos a la humanidad entera para “estrangularla”.
Ningún Templo tiene aforo para 7.000 millones de cuerpos. Como hemos comprobado en las JMJ ya es difícil celebrar el sacramento de la eucaristía para una asamblea anónima de dos millones de fieles.