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Portada:: Reflexión en libertad:: Desiderio Parrilla Martinez:: Iglesia para humanidad de 7.000 millones

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Iglesia para humanidad de 7.000 millones

Sun, 22 Jan 2012 19:08:00
 

Cuando los apóstoles inician la primera evangelización por toda la ecúmene la población mundial era de 200 millones de hombres, según cifras generalmente aceptadas. Hoy, según el reloj de la población mundial de la oficina de censos de los EEUU, que se actualiza en intervalos de 15 minutos, la población del planeta asciende a 6.987.608.361 a las 20:20 UTC (EST+5) del 13 de enero del año 2012.

En esta humanidad de 7.000 millones de almas es imposible concebir una eclesiología que reduce la Iglesia al lugar "donde si no entras no te salvas".

Es imposible en esta coyuntura histórica entender la Iglesia en términos de cristiandad de Antiguo Régimen y de "volver a 1788". Esta cristiandad era un ámbito sociológicamente identificable donde la vocación a la santidad de los bautizados se cifraba en ser coherentes y fieles cumplidores de ciertos propósitos morales y sus correspondientes prácticas devocionales, ascéticas y piadosas a fin de alcanzar méritos para la salvación eterna. Era un cristianismo temporalista, muy estamental, acorde a los usos de la época.

Los sacramentos se sometían a un plan de vida individualista guiado por un "director de espíritus". El apostolado implicaba una escrupulosa contabilidad de obras pías. La confesión tarifada como remedio medicinal enmendaba los vicios. La eucaristía como viático fortalecía las virtudes heroicas en un cristianismo militante basado en la formación, la corrección fraterna, el esfuerzo personal y el cumplimiento de las obligaciones inherentes al deber de estado. Era una sociedad voluntarista, muy sacrificial, donde se valoraba la honradez y la lealtad, pero también era una sociedad formalista, clasista y coactiva, tendente a socializar a los individuos mediante la presión física y psíquica y el miedo como pedagogía saludable.

Sin embargo, la actual población mundial de 7.000 millones de hombres hace imposible esta Iglesia de pastoral sacramental. ¿Tiene algún sentido esta pastoral de sacramentos tradicional en las casi 100 megalópolis que superan los 4 millones de habitantes, 25 de las cuales tienen una aglomeración urbana de entre 10 y 35 millones de personas, con varianzas de hacinamiento superiores al 7% de media? ¿Tiene sentido esta pastoral en la Nueva Zhengzhou, en Taipei 101, en Burj Dubai, en la Ciudad del Cielo de Tokio y los proyectos de ciudades colosales ya en construcción? Simplemente, la actual humanidad urbana no cabe en este formato rural. Quien niegue esto es como quien negara hoy los genes hox o los muones. Negaría las evidencias más inmediatas aportadas por la geografía y la sociología urbanas. Habría que mirarle perplejo como quien mira a un OVNI, a un marciano o a un niño.

Evangelizar 7.000 millones de hombres con esta pastoral tradicional sería como tratar de meter una tonelada de agua en una botella de medio litro o como tratar de tocar la 5ª sinfonía de Beethoven con un silbato. El volumen es tan masivo que resulta un receptáculo ridículamente desproporcionado. No se puede meter esta humanidad en este modelo pastoral sin dejar fuera a una inmensa mayoría. Trasladado a la situación histórica actual, este modelo de pastoral sacramental tradicional ya no es un formato capaz de hacer frente al desafío de la sociedad globalizada del tercer milenio. Hay que cambiar la pastoral sacramental por una pastoral de comunidades mucho más acorde con el volumen demográfico de esta sociedad global de ciudades sobrepobladas y de gran dinamismo internacional.

Sin embargo, la Iglesia católica es tabla de salvación para todos y cada uno de estos 7.000 millones de hombres. Y no puede dejar de serlo. Pero, ¿cómo cumplir esta misión en una sociedad globalizada incompatible con los modos de vida y los usos sociales preindustriales que han sostenido la tradicional pastoral de sacramentos? "Católico", de hecho, significa etimológicamente "universal": una propuesta para todos y para siempre, sin que nadie, ninguno de estos 7.000 millones de hombres, se quede fuera. ¿Cuál es esta universalidad, esta humanidad universal en el mundo actual, a la que la Iglesia tiene que dirigirse para anunciar el Evangelio y ser fiel a sí misma?

En 2005 se estimaba que el 33% de la población mundial era cristiana. Más de un 21% profesaba el Islam. Un 14% era hinduísta, un 6% budista, y otro tanto practicaba el confucionismo. El sijismo alcanzaba el 0,36% y el judaísmo rondaba el 0,22%. Hasta un 16% se declaraba ateo o agnóstico, humanista secular, masón o deísta. De ese 33% de cristianos menos de la mitad eran católicos, aproximadamente el 15%; el resto eran ortodoxos, anglicanos, luteranos, calvinistas, y otras tradiciones ulteriores (mormones, metodistas, pentecostalistas, adventistas, evangélicos, etc.). De este 15% no llegaba a 1/3 los católicos practicantes, es decir, que cumplieran el precepto dominical. De este 5% cabe preguntase qué porcentaje tiene un compromiso apostólico de evangelizar el mundo, obedecen al Papa en cuestiones de moral o doctrina social de la Iglesia, etc. La respuesta será que los católicos en sentido estricto apenas representan un 1% de la población mundial. Eso es todo, en el mejor de los casos.

Supongamos que los católicos son apenas un 1,5% de la humanidad. Tampoco hay posibilidad institucional de crear una “neocristiandad” donde tener organizado tal volumen de población, al modo en que durante el Antiguo Régimen el Trono y el Altar tenían organizada de un modo muy estable su sociedad a través de estamentos y grupos sociales muy jerarquizados. En esta sociedad se consolidó la pastoral tradicional de sacramentos, vinculada a la religiosidad contrareformista, tridentina y barroca, que va a caracterizar la sociedad católica desde los siglos XV al XIX.

Esta sociedad se distribuía por niveles sociales muy diferenciados, en los que era imposible pasar de un nivel social a otro, aunque todos estuvieran conectados por vínculos muy estrechos de honor, de lealtad y ayuda mutua. Era una sociedad mayoritariamente analfabeta, con movilidad social y geográfica nula, semiurbana y predominantemente rural. Uno podía nacer y morir sin haber salido del pueblo. La economía daba gran valor al trabajo, la austeridad y el ahorro familiar; el consumismo no existía. Uno ocupaba un lugar muy definido en una sociedad muy estrecha (familia, parroquia, cofradía, gremio, pueblo, región, país) y los deberes y competencias estaban rígidamente asignados por normas, rituales y papeles sociales muy estrictos. Los privilegios ocupaban en ella su lugar y su circunstancia. Cada individuo, quisiéralo o no, estaba condicionado por el nacimiento en su forma de vida, en el trato y amistades, en los vínculos de mando o de obediencia, en la consideración social y en mil y un detalles de protocolo y atenciones.

Esto se acaba en una sociedad globalizada de 7.000 millones de hombres sometidos a una gran deslocalización y movilidad internacional. Llevamos 50 años asistiendo a un cambio epocal que desde la II Guerra Mundial está inaugurando un nuevo eón. Esta nueva civilización tiene aspectos muy positivos pero comporta también una catástrofe antropológica sin precedentes: familias desestructuradas, anomia social, desocialización de lo social, individualismo y consumismo desenfrenado del “turbocapitalismo”, «muerte del trabajo» frente a la apoteosis del ocio, crisis de identidad y anonimato en las ciudades, desaparición de la cristiandad sociológica, nihilismo posmoderno, quiebro de los vínculos comunitarios, de las relaciones educativas, de los referentes éticos y normativos bajo los ciclos inflacionarios del mercado capitalista, influencia decisiva de los medios de comunicación de masas sobre la “muchedumbre solitaria”, etc. Ya no hay espacio para la honestidad intelectual, no hay compromiso con la racionalidad, hemos desembocado en una pseudo-sociedad adolescente e infantilizada.

Pese a estos problemas, la tercera globalización es, sin embargo, un hecho. No hay más cera que la que arde; y la cera que arde es esta globalización saturada, caracterizada por la desterritorialización de los escenarios existenciales más tradicionales. No hay ningún templo, por grande que sea, que pueda contener esta densidad de población. No hay presbíteros que puedan dar abasto para realizar la cura de almas de estos 7.000 millones. No hay clero, ni podrá haberlo nunca, capaz de tutelar esta masa ingente de población ni supervisar individuo a individuo la santificación del pueblo mediante una práctica asidua de devociones. Los colegios, corporaciones escolares, clubes y centros de ocio y formación católicos para niños y jóvenes, pilares básicos de la cristiandad sociológica, apenas pueden ya nada frente al tsunami secularizador de la televisión, el poder inmenso de las empresas publicitarias, la radio, la señaléctica urbana, internet, las redes sociales, etc. Es imposible vivir al margen de estos hechos. No se puede afrontar el futuro como si nada hubiera cambiado en el mundo durante los últimos 100 años, adoptando así la irresponsable actitud del avestruz.

Sin embargo, frente a la desaparición del hecho sociológico de la cristiandad surge en este mundo secularizado un hecho de igual o mayor alcance: el hecho de la pequeña comunidad cristiana. Frente a la crisis de la pastoral tradicional de sacramentos, deudora de la piedad tridentina y aurisecular, surge con potencia una pastoral de comunidades inspirada en el modelo de la Iglesia primitiva. Sin que saliera del despacho de ningún pastoralista, al margen de toda arqueología y planificación técnica, ha surgido un pueblo hecho de pequeñas comunidades que son capaces de afrontar los retos de esta sociedad global, neopagana y supersticiosa, tan similar a la sociedad que evangelizó la Iglesia previa a Constantino.

Por el mundo se extienden las familias de este nuevo pueblo nómada haciendo llegar la Buena Nueva de Jesucristo a todos los puntos de nuestra Aldea Global, sin que ningún hombre quede privado de la oportunidad de recibir, de parte de Jesucristo, el anuncio de que Cristo ha dado su vida por él, por amor a su persona, para perdón de sus pecados.

Estas comunidades proliferan por el orbe en torno a este Kerigma inicial donde los alejados y los próximos encuentran la respuesta a los más arraigados deseos de plenitud que definen su corazón, y se integran a un régimen de pequeña comunidad para profundizar en este encuentro inicial con la Presencia de Cristo y su Misericordia.

Abren así un Camino de renovación o iniciación bautismal, donde el centro es el Misterio Pascual actualizado en la Eucarística y donde el resto de sacramentos se libran de toda sobrecarga devocional y de todo corsé moralista. Una formación permanente y gradual los gesta en el seno de la Iglesia, generando un cambio de vida donde las Obras de Vida Eterna dan a luz al Hombre Nuevo, imagen del mismo Jesucristo, el Siervo de Yahvé en la tierra.

Esta red de comunidades muestra, a su vez, una eclesiología adaptada a esta sociedad urbana, donde no existen las anomalías que la antigua pastoral sacramental había padecido durante los últimos 100 años a causa de su choque contra la nueva sociedad industrial. Se manifiestan, por tanto, como iglesias locales idóneas para esta sociedad de tercer milenio, como comunidades interclasistas y multiculturales, formadas por personas de todas las edades, estratos sociales, mentalidades y niveles culturales diversos.

Este pueblo es sólo un resto, ciertamente, un mínimo reducto del pueblo fiel a Dios. Pero basta este resto para conservar la Fe del Siervo de Yahvé, y no otra fe, en esta nueva civilización de capitalismo global. Ciertamente basta este 1,5% para anunciar a Cristo en esta generación de 7.000 millones de hombres. Es la Fe de las Bienaventuranzas la que puede cumplir esta misión histórica, donde cada bautizado puede iluminar al resto, sazonar el mundo entero, hacer crecer la masa, como sal, luz y fermento del mundo.

Este pueblo, ofreciendo los signos de la unidad y el amor en la dimensión de la Cruz, puede manifestar el Siervo de Yahvé a esta generación. Este pueblo es la Presencia de Cristo sobre la esfera del orbe, reinando glorioso y resucitado en la Cruz de las naciones, a cuyos pies la Santísima Virgen, mediadora de todas las gracias, ruega por nosotros en el combate de la Fe. Este reducto mínimo de cristianos puede iluminar desde esta Cruz al resto, manifestando la impronta de Dios en la historia, en una pastoral de comunidades, donde la Iglesia es comunidad de comunidades.

Este pueblo de pequeñas comunidades es una nueva manera de evangelizar y vivir la fe más acorde con los cambios epocales que vienen acelerándose desde el final de la II Guerra Mundial y que han madurado finalmente en esta época postsoviética como una sociedad globalizada a nivel planetario. Este resto es, por tanto, una respuesta adecuada a la estructura de la Gran Ciudad característica de la Revelación (Ap 18, 4).

Los padres conciliares del Concilio Vaticano II ignoraban el alcance de los cambios que se anunciaban a nivel geopolítico en los años 50 y 60. Hoy podemos darnos cuenta de la Providencia que han supuesto estas comunidades suscitadas en aquel período conciliar y que son ahora como entonces la realización del Concilio en un pueblo en marcha que empieza a definir la Nueva Evangelización para este Tercer Milenio.







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