CAMINEO.INFO.- El otro día hablaba
con una persona a la que acompaño y me decía... “La cuaresma es dura... La conversión no es fácil. Las prácticas
cuaresmales, ayuno, caridad y oración, no son nada fáciles. Me da pereza la
cuaresma...”. Le di la razón a su queja, pero le dije: Es Jesús quien te
llama a la conversión. Jesús quiere tu bien. ¡¡Todo lo que vale la pena
cuesta!! Ser buen padre, vale la pena, cuesta. Ídem “estudiante”, “amigo”,
“cristiano”.
Por suerte, en el
segundo domingo de cuaresma se nos presenta la escena de la transfiguración,
que nos recuerda con fuerza que el sentido de este camino cuaresmal es que
nosotros
quedemos también
transfigurados,
que seamos
fuertemente divinizados,
que participemos de
una manera nueva de la pascua de Cristo, que Cristo gracias ““a nuestro
trabajo”” pueda pasar por nuestras vidas transformándolas...
La cuaresma es
tiempo de plantar, para después poder recoger. Para el campesino plantar es
duro: remover la tierra, estercolarla, plantar, regar,… pero, esta dureza se ve
suavizada por la esperanza de los frutos que se obtendrán...
Pues, también
nosotros en la cuaresma plantamos con el ayuno, la oración, la mortificación,
las privaciones voluntarias y la caridad, para poder recoger frutos en la pascua.
¡Plantamos para recoger!
Tengamos esta
perspectiva... ¡¡lo que vale la pena cuesta!! Queremos quedar transfigurados,
transformados, que Cristo pase por nuestra vida haciendo cosas grandes,
queremos ser más santos, parecernos más a él,… Todo esto pide, requiere, nuestra implicación...
Este evangelio nos
da la clave para que todo esto sea posible. “Jesús cogió a Pedro, a Juan y a
Santiago, y subió a lo alto de la montaña, para orar”. El contexto de toda
la escena es la oración. La transfiguración sucede en un contexto de oración.
En la oración vivimos nuestra personal transfiguración. En la oración, el
Espíritu Santo nos va haciendo semejantes al Cristo. En la oración somos
divinizados. La fuerza divina entra en nosotros.
Me decía hace un
tiempo un amigo sacerdote que su transformación, el inicio de su cambio, empezó
cuando comenzó a rezar cada día, veinte
minutos.
Cuando rezamos
entonces pasa lo que dice Pedro... “Maestro, qué bien se está aquí”. ¡En
el silencio, en la soledad, en la oración, estamos bien! En la oración estamos
bien. Nos relajamos, nos encontramos con nosotros, nos ponemos en su presencia,
y sentimos su paz, su amor, su
presencia, su palabra… y recibimos sus
dones. ¡Aunque no sintamos nada, Dios nos bendice! La vida espiritual se apoya
en la fe, no en la sensibilidad.
¡Es tan bonito
rezar! ¡Tan regenerador! ¡Tan transformador! Y cuando rezamos no hacemos otra
cosa que obedecer al Padre que hoy nos ha dicho “Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle”.
No podemos desobedecer al Padre en un mandamiento tan
esencial: “Escuchadle”. Escucharlo porque ha hablado, y lo que ha dicho
lo tenemos en los evangelios, y al leerlos, Jesús nos habla a nosotros, no lo
olvidemos nunca. ¡Es un milagro! Su persona a través de su palabra nos habla. Por
tanto, escucharlo porque ha hablado, y escucharlo porque continua hablando.
Hagamos que la oración se convierta en escucha... pienso
que hablamos demasiado y escuchamos poco... Dios nos ha dado dos orejas y una
boca. Quiere decir que hemos de escuchar el doble de lo que hablamos...
Acabo con la oración colecta de hoy, que dice y expresa
estas gracias que el Señor nos quiere conceder... “Señor, Padre santo, tú
que nos has mandado escuchar a tu Hijo, el predilecto, alimenta nuestro
espíritu con tu palabra;...”.
Que esta eucaristía nos motive a rezar más, a estar más
con Él, de manera que como Pedro podamos decir:
“Maestro, qué bien se está aquí”.