Llevamos
unos días contemplando un misterio extraordinario, que nos ayuda a conocer
mejor a Dios, y esto también es extraordinario.
Y al
conocer mejor a Dios, al conocer mejor cómo es, también podemos estimarlo
mejor, honorarlo mejor, seguirlo mejor. Estos días contemplamos: Dios que se
inclina, Dios que se baja, Dios que se desposee de su ser, de su riqueza, de su
poder, de su sabiduría. Hasta el punto que desaparece como Dios.
En el niño
de Belén ya no hay nada que nos haga pensar que es Dios, no hay ningún signo de
divinidad.
Dios tiene
un plan de amor sobre la Humanidad: reunir en una familia de hermanos a toda la
Humanidad en torno a su Hijo, el primero de muchos hermanos.
Estos días voy pensante y rogando todo lo que ahora os diré. A mí todo este
misterio de Dios que se hace un niño me deja boquiabierto y me interpela
fuertemente.
Y para hacerlo Dios se baja, desciende, hasta situarse, voluntariamente entre
el último de los últimos.
Dios podía haber escogido Italia para
nacer, centro del mundo entonces, y no, nacer en una pequeña provincia del
imperio romano, Palestina, provincia ocupada, invadida. Y dentro de Palestina
escogerá Galilea, que quedaba al margen, alejada de la capital (pero ¿puede
salir algo buena de Galilea?). Dios podía haber escogido Roma, ciudad poderosa,
emergente, grande, fabulosa, y no, escogerá Nazaret. Dios podía haber escogido
las entrañas de una princesa, que tenga una erudita educación y unos medios
para educar a Jesús, y no, escogió una chica pobre e inculta ...
Y Dios
continúa bajando, María y José tendrán que irse a censar en Belén. De Nazaret a Belén hay casi 150 kilómetros, de
caminos no precisamente llanos y María embarazada. Imagináis como fue este
viaje...
Y Dios continúa bajando; llegan a Belén y ya sabemos la historia: por ellos no
hay lugar, y acaban en un establo donde los pastores guardan el ganado.
Y Dios continúa bajando: Jose recibe en sueños una advertencia: coge el niño y
la madre y hacia Egipto. Marchas corriendo “con lo
puesto”, hacia una tierra desconocida,
una cultura desconocida, un idioma desconocido, sin familiares, sin trabajo,
... marchan como unos emigrantes miserables. Y todo esto con el miedo de ser
perseguidos, que te descubran ... mirando atrás por si viene alguien ...
Qué descendimiento. Y en todo esto
contemplamos una total renuncia a toda forma de posesión, de riqueza, de poder,
y en cambio contemplamos la riqueza de la donación total. Contemplamos la
riqueza en la pobreza.
El motor de este descendimiento ha sido
el amor. Dios que nos ama. Y que nos indica el camino para amar: darnos a los
otros, hacer un don de nosotros a los otros, sin condiciones. Siempre y en todo
lugar darnos a los otros.
Dice el
poeta Marcelino Legido: “En la tierra encadenada, los hombres quieren tener,
y tener
cada vez más
para sí. Y Dios en cambio se desposee de su
ser, riqueza, de su poder, de su
sabiduría para darse a nosotros”.
Lo decía hace unos días y lo repito ahora: este descendimiento
esta pobreza que contemplamos no se una cosa anecdótica, o casual, o
circunstancial. Todo el que hemos visto, y he explicado en pocas palabras, es
providencial, forma parte del plan de Dios. Dios se está revelando y nos está
hablando con este descendimiento. ¡Aquí
hay una lección a aprender!
Y en medio de este descendimiento la
Epifanía. El niño es la luz de los hombres, la luz del mundo ... Hoy la luz es
un tema recurrente en toda la liturgia (lecturas, oraciones, prefacio, etc). Es
muy curioso parece que queden cómo vinculados el descendimiento
y el ser luz. Pienso que sí, que quedan vinculados. Si vivimos el descendimiento, la donación, seremos luz.
Una homilía poco práctica, muy contemplativa, para conocer algo mejor a Dios, y
poder estimarlo más.