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Am 6, 1.4-7:
Sal 145, 7-10:
1 Tm 6,11-16:
Lc 16, 19-31:
En este mundo con tantas personas necesitadas; personas que llaman a nuestras puertas, vecinos que sabemos que no pasan por un buen momento, pensionistas que viven estirando el dinero cada mes, inmigrantes y refugiados que aparecen en nuestros medios de comunicación (cuando pasa alguna cosa espectacular); seguro que en algún momento, o en diversas épocas, nos hemos preguntado: ¿hago suficiente? ¿qué tendría que hacer? ¿como cristiano qué me pide Dios que haga?.
Preguntas que nacen de nuestra sensibilidad humana, de nuestra empatía, de la compasión y misericordia que Jesús nos reclama en el evangelio.
En esta parábola no es que el rico haga sufrir a Lázaro, o que disfrute con su miseria, es que no lo ve, simplemente, no quiere saber de su existencia, le ignora, no existe. El rico es incapaz de sentir el sufrimiento del otro. No hay compasión, ni misericordia, en su corazón. El rico hace todo lo contrario de lo que hemos definido como misericordia: dejar entrar la miseria del otro en nuestro corazón, y actuar.
Todos hemos de crecer en compasión y misericordia. En este sentido hay un caso histórico muy bonito y muy iluminador, y que a mí me impresionó mucho; es el proceso de pacificación de Sudáfrica, liderado por el obispo anglicano Desmond Tutu, después de la caída apartheid. Se crearon las Comisiones para la Verdad y la Reconciliación, y en ellas se ponía a los verdugos cara a cara con sus víctimas. Y las víctimas explicaban lo que les habían hecho, mirando a sus verdugos. Después los verdugos tenían que pedir perdón, y las víctimas les perdonaban.
¿Qué se buscaba con esto? que los verdugos dejasen entrar en ellos el dolor y el sufrimiento de las víctimas. Y que este dolor les llevara a reconocer el mal que se había hecho y pedir perdón.
Este proceso evitó, sin ninguna duda, una guerra civil entre blancos y negros, y es, seguramente, el proceso de reconciliación más extraordinario que se haya hecho a lo largo de la historia de la Humanidad.
Es un ejemplo de la fuerza de la misericordia. También, nosotros, llamados a ser misericordiosos como el Padre, lema del año de la misericordia, hemos de dejar entrar la miseria de los demás en nuestro corazón. El problema no es vivir bien, el problema es cerrar el corazón y las entrañas a aquellos que viven mal.
La fiesta de la vida se convierte, entonces, en “la orgía de los disolutos” que decía el profeta Amós en la primera lectura.
Hoy haremos un silencio más largo, un silencio que ha de llegar a ser oración. En él miraremos de responder a las preguntas iniciales ¿hago suficiente? ¿qué tendría que hacer? ¿como cristiano qué me pide Dios que haga?. Dejando entrar el sufrimiento de alguien en concreto o de algún colectivo en nuestro corazón. ...