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En efecto.
La admiración, el asombro o estupor tiene que ver con la capacidad de mirar. El guardagujas le dice al
Principito
(capítulo XXII) que en los trenes los viajeros no buscan ni persiguen
nada, normalmente duermen o bostezan; “únicamente los niños aplastan su
nariz contra los vidrios.... únicamente ellos saben lo que buscan…”.
Si
el principio de la filosofía es la atención hacia la realidad y la
vida, también el asombro –capacidad exclusivamente humana– es condición
para
captar el Misterio que está en la raíz y el
fundamento de todas las cosas y especialmente de todo lo que tiene que
ver con las personas, la nostalgia y el anhelo de infinito. Con ello se
conecta el
camino de la belleza, cuya plenitud se encuentra en Cristo, que revela la maravilla de la vida cuando se descubre un amor que salva.
“Diversas personas –se lee en ese mensaje– se han apresurado en la búsqueda de respuestas o incluso solo de preguntas sobre el
sentido de la vida,
a lo que todos aspiramos, aunque no seamos conscientes: en lugar de
apagar esa sed más profunda, el confinamiento ha reavivado en algunos la
capacidad de maravillarse ante personas y hechos que antes se daban por
supuestos. Una circunstancia tan dramática ha restituido, al menos un
poco, un modo más genuino de apreciar la existencia, sin la complejidad
de las distracciones y preconceptos que manchan la mirada, desdibuja las
cosas, vacía el asombro y nos priva de preguntarnos quiénes somos”.
Asombro y belleza
En
medio de la emergencia sanitaria el Papa ha recibido una carta firmada
por diversos artistas que le agradecen haber rezado por ellos. “Los artistas –dijo el Papa durante la misa matutina el 7 de mayo– nos hacen entender qué es la belleza y sin lo bello el Evangelio no se puede entender”.
Ciertamente, la belleza es –ante todo– un camino para llegar a otras profundas dimensiones del ser como la verdad y el bien. En
nuestra época la verdad ha sido con frecuencia manipulada por las
ideologías y oscurecida por el relativismo; y la bondad se ha visto
reducida a su dimensión social y meramente humana.
En un
documento de 2006 el Pontificio Consejo de la Cultura destacaba el valor
antropológico y también evangelizador de la belleza:
“El Camino
de la belleza, a partir de la experiencia simple del encuentro con la
belleza que suscita admiración, puede abrir el camino a la búsqueda de
Dios y disponer el corazón y la mente al encuentro con Cristo, Belleza de la santidad encarnada,
ofrecida por Dios a los hombres paras su salvación. Esta belleza sigue
invitando hoy a los Agustines de nuestro tiempo, buscadores incansables
de amor, de verdad y de belleza, a elevarse desde la belleza sensible a
la Belleza eterna y a descubrir con fervor al Dios santo, artífice de
toda belleza” (La “Vía Pulchritudinis”, camino de evangelización y de diálogo, II, 1).
Ahí se reconocía que no todas las culturas están igualmente
abiertas a los trascendentales y dispuestas para acoger la revelación
cristiana, sí pueden abrirse a la auténtica belleza, la que se relaciona
con la verdad y el bien; y no la que se deja llevar por un estetismo
consumista o utilitarista. Al mismo tiempo, lo bello dice más que lo verdadero o lo bueno. Lo bello suscita el asombro –como
apreciaban los clásicos–, ante la captación de la claridad que
comporta, por ejemplo, la perfección de la auténtica obra de arte.
Volviendo al mensaje del cardenal Parolin, cita estas palabras de Urs von Balthasar:
“En un mundo sin belleza (...),
el bien ha perdido asimismo su fuerza atractiva, la evidencia de su
deber-ser realizado; el hombre se queda perplejo ante e