Resulta hoy muy difícil abstraerse de la dura realidad que diariamente invade nuestra intimidad a través de las televisiones, radios o redes sociales. Nos sobresaltamos con noticias que nos trasladan los brotes de violencia racial en EEUU, la violencia entre menores como la acontecida en un colegio de Palma de Mallorca o el salvaje y cobarde atentado contra dos guardias civiles y sus mujeres, por cincuenta jóvenes desalmados en el pueblo navarro de Alsasua.
A esto hay que añadir el escandaloso y vergonzoso "paseíllo" por los Tribunales de políticos, empresarios, profesionales, sindicalistas y hasta de personas de la realeza, amén del nefasto ejemplo que nuestra clase política está dando con su incapacidad para dialogar y afrontar la importante responsabilidad de conformar un gobierno estable.
Cerrar los ojos a este triste panorama y no asumir la responsabilidad personal que nos incumbe sería como quedarnos de puntillas al borde de un precipicio y arriesgarnos a que solo de un leve empujón no pudiéramos evitar una caída de incalculables consecuencias. Pero lo importante es reaccionar a tiempo, conocer las causas de este tsunami de desórdenes morales y cívicos para, una vez diagnosticados, aplicar la terapia necesaria.
Es un hecho irrefutable que la violencia verbal o física está invadiendo de una forma alarmante el seno de sectores que hace cuarenta años era impensable que ocurriera, al menos en el grado y la frecuencia con la que está sucediendo: la familia, los centros de enseñanza, el deporte o incluso los mismos lugares de ocio y diversión.
No reconocer que una parte de nuestra sociedad se siente como "liberada" de lo que llaman las viejas ataduras de la religión, la familia tradicional o la "moral católica" que impregnaba leyes y costumbres hoy superadas, según ellos, desde un progresismo libertario es como cerrar los ojos ante una enfermedad que va minando la voluntad y fe del enfermo precisamente por su inacción para combatirla.
Lo preocupante no es la desafección del ciudadano a la política, lo que realmente nos debe preocupar es que gran parte de nuestros jóvenes han dejado de creer, de confiar en los principios y valores que la generación del "baby boom" intentó inculcarles desde las vivencias y experiencias de un pasado siglo repleto de grandes contrastes, como lo fueron las guerras, genocidios y regímenes totalitarios junto a grandes avances tecnológicos, científicos o de protección y reconocimiento de los derechos humanos y sociales.
Lo cierto y verdad es que la corrupción se ha convertido en nuestro cáncer social. El saqueo a entidades financieras, administraciones públicas o la millonaria acumulación en paraísos fiscales de los botines robados a los españoles está laminando la escasa credibilidad que nuestra juventud tenía en sus gobernantes. Si a eso le unimos que otras Instituciones como la Iglesia o las del Estado también se han visto salpicadas por escándalos de otra naturaleza, explica que la rebeldía radical de nuestros jóvenes prefiera orillar normas o reglas de conducta que les han decepcionado y que no les inspiran ninguna confianza.
"Es, pues, mi deseo que vuestro sentido de la libertad pueda siempre ir de la mano con un profundo sentido de verdad y honestidad acerca de vosotros mismos y de las realidades de vuestra sociedad". Sabias palabras de San Juan Pablo II en uno de sus múltiples encuentros con los jóvenes
Quizás esas sentencias que tanto enardecían y encandilaban a los jóvenes, sean el secreto para poner remedio a algunos de los preocupantes males que acechan a nuestra sociedad : recuperar la verdad y la honestidad tan deteriorada hoy por la falsedad y avaricia que inunda tantos rincones del poder. Esa "misión" no es nada fácil de conseguir pero es un objetivo prioritario para recuperar los valores que pacifiquen y ordenen la convivencia social.
La honestidad es una virtud que desde los primeros años de la infancia se adquiere con la educación y que con el ejemplo o pequeños gestos de austeridad se va convirtiendo en un hábito. Por el contrario la falta de honestidad no es más que la ausencia de principios y valores que allanan el camino para la vaciedad, la codicia y el desmedido atesoramiento de dinero que hoy desgraciadamente tanto daño y vergüenza nos está produciendo.
Debemos remover los obstáculos que también pueden entorpecer el ejercicio honesto del poder. Nada resulta más escandaloso que la impunidad, la no recuperación del dinero, de los bienes sustraídos o el éxito social de los "vivos y mentirosos". Desgraciadamente la complejidad de los procesos judiciales, la lentitud de sus decisiones y en ocasiones el protagonismo mediático y social de algunos personajes implicados en conductas fraudulentas, resultan deprimentes para quienes con su trabajo y esfuerzo contribuyen honestamente al sostenimiento de la sociedad.
De aquí que para contrarrestar esta imagen negativa no nos queda otra senda que estimular y reconocer el bien a través de quienes cumplen con su deber y obligaciones honestamente, al mismo tiempo que respetar a quienes defienden con honradez sus principios y convicciones, haciendo así buena la máxima de Marco Tulio Cicerón: "La honestidad es siempre digna de elogio, aun cuando no reporte utilidad, ni recompensa, ni provecho"