El nueve de diciembre del pasado año, iniciaba mi artículo sobre el debate de las pasadas elecciones diciendo que "más parecía un reality show que un debate electoral..". Tengo que reconocer que esta segunda versión, con la relevante novedad de la presencia del Presidente Rajoy, se ha aproximado algo más a una confrontación al uso y se ha alejado, en algunos aspectos, del lamentable espectáculo que nos ofrecieron en aquella ocasión, los tres candidatos aspirantes frente a la sorprendida Soraya Sáez de Santamaría.
Siendo entonces y ahora el objetivo idéntico, cómo es desalojar al Presidente Rajoy de la Moncloa, lo cierto es que el tono, las posiciones y hasta la gesticulación estaba mucho más estudiada y calculada para arrinconar e impactar a los diversos adversarios y parejas que se han fraguado después de estos largos meses de tediosas conversaciones, aburridas comparecencias mediáticas e inútiles pactos de imposible ejecución.
Pablo Iglesias, vaquero y blanca camisa cuidadosamente arremangada, se revestía de un álito casi papal al mismo tiempo que utilizaba un verbo dúctil y bondadoso para intentar demostrar inútilmente que su reconversión a la socialdemocracia era tan real como su abrazo con el histórico Anguita que le envolvió, ¡por fin!, en la cópula más ardiente con el viejo comunismo leninista.
Una y otra vez pedía, con machacona insistencia, la mano de su ansiada pareja, Pedro Sánchez, que a su vez la rechazaba, con una forzada sonrisa y con una atravesada mirada , vivo reflejo de un frustrado emparejamiento que, a buen seguro, tendrá imprevisibles consecuencias no solo para su futuro político sino también para el partido que hasta ahora representa.
El joven Albert Rivera, traje y camisa descorbatada, blandía su virginal verbo y casto pensamiento contra la nueva izquierda social/comunista/republicana de Iglesias y el abducido Garzón, con el fin predeterminado de salvar del naufragio a su socio y fiel escudero Sánchez.
Al mismo tiempo pretendía lavar su cara ciudadana ante unos votantes que, para su sorpresa, emigraron mayoritariamente hacia su formación, desde la decepción o malestar que pudieron sufrir ante la dureza de ciertas medidas económicas o sociales amén de los errores cometidos después de cuatro años de difícil gobierno del partido en el que siempre habían confiado.
Pero no satisfecho con esto arremetió con inusitada dureza contra el candidato más sólido por su trayectoria política y su experiencia de gobierno como era y sigue siendo Mariano Rajoy. Sería absurdo no reconocer que la corrupción le incomoda especialmente, por los casos que desgraciadamente afectan a personas que han sido muy cercanas a su devenir político en el partido y en el gobierno.
Sin deslegitimar la utilización de la corrupción en un debate de estas características cuando se pretende desgastar a un adversario político, lo que no parece coherente ni normal ni justo es al mismo tiempo, silenciar los flagrantes casos de peor naturaleza que se han producido en una importante región española como es Andalucía y precisamente en el seno del partido y del gobierno con quien se ha asociado y mantiene en el poder.
El sospechoso y perturbador silencio que mantuvo durante todo el debate con el candidato Sánchez no puede ser más que la respuesta a una consolidada alianza con quien una y otra vez repite sin ambages que nunca sostendrá al partido popular en el gobierno de la nación y esto tendrá que hacer reflexionar seriamente al electorado que trasladó sus votos a quien ha formalizado ya un compromiso con un partido en abierta crisis de identidad como es hoy el partido socialista.
El aspirante Pedro Sánchez, envuelto en su eterna corbata roja, era la imagen viva de una triste figura quijotesca que junto con un más joven y escueto escudero que lo era Sancho, buscaba sin cesar los molinos de viento a quien atizarle. Perdido en el desierto de sus ideas solo encuentra refugio en quien persiste en acompañarle en el casi seguro funeral de su despedida.
Finalmente el presidente Rajoy, correctamente trajeado como es habitual en él y acompañado de su bagaje de datos, resultados y sabiduría gallega se sintió cómodo y hasta profesoral en gran parte del único acto teatral de estas elecciones. Se sorprendía de la vaciedad de las propuestas en materia económica, de empleo, de educación y de política exterior de sus contrincantes y ahí no tuvo que esforzarse en ningún momento, fue un claro ganador.
Sin embargo los minutos más enervantes y menos deseados giraron alrededor de la corrupción. Es evidente que no se siente cómodo, la rehúye y es también entendible que renuncie al contraataque aunque haya razones y materia más que suficiente y probada para emprenderlo.
Estoy convencido de que será un motivo de reflexión más, desde la sensatez y la lógica gallega que le caracteriza, para recapacitar y adoptar la posición personal y política más conveniente a fin de garantizar la gobernabilidad de una España que no puede ni debe sumirse en una revolucionaria aventura, propiciada por quienes solo sueñan en asaltar material e ideológicamente los centros de poder, para regresar a un pasado del que afortunadamente sólo se recuerda el odio y el resentimiento cuando no la violencia y hasta los trágicos enfrentamientos.
Por el contrario lo que la mayoría de españoles deseamos es seguir entonando un canto a la libertad sin ira después del 26 de junio. No hay rincón de España que no merezca el máximo esfuerzo y sacrificio para conseguirlo.