Jesús ejerce desde el principio el ministerio de Buen Pastor, que no sólo baja del cielo en busca de la oveja perdida sino que se ocupa con abnegación de prodigarle las atenciones necesarias para su vida cristiana en el mundo. De hecho la representación iconográfica de Jesús como Buen Pastor que cuida de sus ovejas es la primera representación de Cristo que conocemos, y es anterior a la de Jesús ante Pilato o como Rey del Universo.
En un sentido amplio y genérico, el acompañamiento espiritual hunde sus raíces en las recomendaciones de la Biblia. Importa sumamente en la iglesia consultar y leer las Sagradas Escrituras con intención y sentidos rectos, para encontrar a Jesús y descubrir la voluntad de Dios. Lo dice el mismo Señor cuando dirige a los judíos las siguientes palabras: “Investigad las Escrituras, ya que creéis tener en ella vida eterna: ellas son las que dan testimonio de mí” (Jn 5, 39). La Biblia es para los creyentes fuente inagotable de vida y de luz. El Espíritu de Dios ilumina a todos los que la leen con intención recta, para que puedan entenderla e interpretarla con el mismo Espíritu divino por el que ha sido escrita.
Pero la inteligencia personal de ese tesoro inagotable de enseñanza y de energías vitales requiere, o al menos recomienda, el contraste de nuestra interpretación lectora con lo otros ojos sabios puedan ver, cuando se trata de aplicarla a nuestra vida. La palabra del consejero espiritual alarga para nosotros la fuerza de las Escrituras, de la Tradición y de la Enseñanza de la iglesia y su poder de transformación. Así deviene la Palabra de Dios “viva y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos: penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón” (Hb 4, 12).
La letra santa de la Escritura adquiere para nosotros nuevas dimensiones cuando nos es personalizada por la palabra humana del buen pastor. Éste puede hacer que conozcamos los secretos y rincones de nuestro corazón mejor de lo que podríamos lograrlo solo por nosotros mismos. El fin y la razón de ser del consejo espiritual es que el cristiano logre el grado mayor posible de libertad interior, que le permita amar y servir a Dios y a los hermanos según el espíritu del Evangelio. Se trata de que nazca el hombre nuevo, la mujer nueva. El hombre y la mujer nuevos son creación del Evangelio. El modelo único es Jesús de Nazaret, que cuanto más humano, resulta más divino, y cuanto más divino, resulta más humano.
Estamos pasando por momentos delicados donde la persona se puede “romper”. Son muchas las tensiones y los fracasos de todo tipo. De ahí que se requiere una revitalización espiritual. El corazón está llamado para amar y la “Sagrada Escritura nos pone en guardia ante el peligro de tener el corazón endurecido por una especie de ‘anestesia espiritual’ que nos deja ciegos ante los sufrimientos de los demás” (Benedicto XVI, Mensaje de la Cuaresma 2012). El encuentro con el otro y el hecho de abrir el corazón son momentos de sanación y de gozo. Por eso el acompañamiento espiritual sana, fortalece, proyecta y ordena la vida. “En la propia vida no faltan oscuridades e incluso debilidades. Es el momento de la dirección espiritual personal. Si se habla confiadamente, si se exponen con sencillez las propias luchas interiores, se sale siempre adelante, y no habrá obstáculo ni tentación que logre apartaros de Cristo” (Beato Juan Pablo II, 8-XI-1982).
El director espiritual, ajustándose cuidadosamente a las necesidades y capacidades de la persona a quien sirve, debe cumplir una multiplicidad grande de funciones. Debe ofrecer una verdadera amistad espiritual, que no es poco, y que a veces la persona necesita mucho, pues está muy sola en su vida cristiana; debe instruir en los caminos de la perfección; debe, sencillamente, realizar una cierta catequesis individualizada, sobre todo cuando la persona tiene una formación muy deficiente; debe aconsejar, ayudando a tener criterios verdaderamente evangélicos sobre cuestiones concretas, a veces bastante complicadas. Es la persona la que toma las decisiones, pero el director le ayuda a plantearse los discernimientos a una luz verdaderamente evangélica. Debe informar acerca de libros, debe enseñar prácticas de vida espiritual y ascéticas, litúrgicas, de apostolado; debe señalar y ayudar a corregir deficiencias, que quizá la persona no capta suficientemente, debe animar en las dificultades, confortar en las pruebas, consolar en las penas… Pero siempre poner la mirada en Cristo: Maestro y Guía.
Quien avanza en la vida espiritual avanza también en humanidad y crece en nobleza de corazón. Miremos, por tanto, la dirección espiritual como un medio para progresar en el amor a Dios y al prójimo. Y quien dirige o acompaña sólo actuará solícitamente por el bien espiritual del dirigido. Animo a los sacerdotes y a los que acompañan espiritualmente que sigan mostrando la bondad, belleza y arte de Dios para que su designio de amor y su voluntad se cumpla en todos. Sentirán en su corazón lo mismo que los discípulos de Emaús: “¿No es verdad que nuestro corazón se enardecía, cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba la Escritura?” (Lc 24,32).