Somos templos de Dios y ahora de modo especial, en esta Semana Santa, contemplaremos que la Salvación verdadera viene de Jesucristo que nos ha redimido y levantado del pecado dándonos la gracia de ser y pertenecer a Dios, como sus hijos. A la luz de la Palabra de Dios que hemos contemplado durante esta Cuaresma quiero fijarme en el sentido que nos muestra Jesús, con su entrega generosa, constituyéndonos templos suyos.
1. La purificación del templo de Jerusalén que llevó a cabo Jesús, es un gesto de celo por las cosas de Dios Padre. Nos evoca aquella primera vez que a los doce años se quedó hablando y discutiendo con los doctores y las palabras que dijo a sus padres cuando le recriminaron por no haberles dicho nada: “¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?” (Lc 2,49). Fue el primer acto de celo por las cosas de Dios y la primera lección de que los hombres tenemos que salir de nuestros pequeños egoísmos y acordarnos con más frecuencia de Dios. La codicia, como señalaba San Agustín, es un acto de idolatría. En realidad la venta de aquellos animales era imprescindible para llevar a cabo los sacrificios que se inmolaban en el templo, y los cambios de moneda eran necesarios porque no podían utilizarse las monedas habituales que se consideraban indecentes al tener impresa la imagen del César. Pero aquel comercio que estaba de alguna manera legalizado había degenerado poco a poco hasta convertirse en un mercadeo indigno del lugar sagrado. A nosotros nos hace pensar si no estaremos consintiendo actitudes y prácticas que nada tienen que ver con nuestra fe: hoy hay un mercadeo que repugna con la dignidad de las personas, que son imagen de Dios: hay injusticias, infanticidios, abusos de mujeres, de niños, de trabajadores. ¿Qué debemos hacer nosotros? Es la hora del celo por las cosas de Dios, de denunciar estos abusos y, en la medida de nuestras posibilidades, de ponerles remedio. Pero, ante todo, nuestra primera obligación es examinar a fondo nuestra conciencia: ¿es nuestra fe lo suficientemente firme y abierta como para no cometer pecados que repercuten en los demás? ¿Estamos convencidos de que la codicia es idolatría (cf. Col 3,5) y llegamos a aprovecharnos de nuestros hermanos, especialmente en estos tiempos de crisis? Cada uno de nosotros debemos purificarnos, permitiendo que el Señor arroje de nosotros todo lo que es contrario a Él. Estamos en días de penitencia, de perdón y de gracia; tenemos que convertir nuestros corazones desviados en hogueras de amor de Dios y de amor a nuestros hermanos.
2. Por el bautismo que hemos recibido, cada uno de nosotros somos templo de Dios, como recordaba San Pablo a los de Corinto “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1Co 3,16). El Espíritu Santo, que es señor y dador de vida, que todo lo crea y lo renueva, es el que crea y dinamiza la “nueva vida” en nosotros. No basta con apartar de nuestros corazones todo tipo de pecados, de soberbia, de gula, de codicia, etc. Es preciso seguir la senda que nos marca el Señor. Lo podemos constatar, como el pueblo de Israel, en los mandamientos que Dios entregó a Moisés y que siguen siendo vigentes porque Dios mismo los ha impreso en nuestro corazón. Los mandamientos nos recuerdan que por encima de los hombres sólo está Dios: los que no conocen a Dios o lo consideran algo superfluo se fabrican ídolos falsos ante los que se inclinan. Dar testimonio del único Dios es un servicio importante que podemos ofrecer. Los mandamientos defienden los derechos de Dios, pero también defienden al ser humano, su vida que nadie puede arrebatar, sus bienes que deben ser respetados, la justicia y la paz. Si quieres ser perfecto dijo Jesús, al joven rico, guarda los mandamientos. Si guardamos los mandamientos haremos de este mundo un mundo mejor y expulsaremos de nuestra sociedad todo lo que la ensucia.
3. La expulsión de los mercaderes del Templo fue también un gesto profético que anticipa el sentido de su muerte y resurrección. En la discusión con los judíos sobre el templo aclaró que estaba hablando de su cuerpo que sería destruido y reconstruido. Sólo después de la resurrección los discípulos recordaron y entendieron el sentido de aquellas palabras. La Cruz de Jesús y su resurrección, en efecto, suponen la superación de la religión antigua y la instauración de la vida nueva: ya en el proceso ante el sanedrín se presentaron testigos falsos que le acusaban de haber dicho “Yo puedo destruir el templo de Dios y en tres días reconstruirlo” (Mt 26,6) y cuando estaba en la Cruz algunos se burlaban y le gritaban: “Tú que destruyes el templo y en tres días lo reconstruyes, sálvate a ti mismo” (Mt 27,40). Y estaban diciendo la auténtica verdad. Si el templo de Jerusalén lo era todo para los judíos, Jesucristo resucitado lo es todo para nosotros. En él resplandece el nuevo actuar de Dios que salva a los hombres de modo definitivo. De este modo la expulsión de los mercaderes del templo es el anuncio de la inminente destrucción del templo hecho por los hombres y la promesa de un nuevo Templo en el que reinará la reconciliación y el amor. Ésta es la maravilla que hay que dar a conocer; que todo el mundo sepa que tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito, que Jesucristo nos ha amado hasta el extremo. ¡Vivamos esta Semana Santa con la autenticidad de que somos templos de Dios, puesto que Jesucristo lo ha conquistado con su Pasión, Muerte y Resurrección! ¡Feliz Semana Santa y Pascua de Resurrección!