CAMINEO.INFO.- Da la casualidad de que lo nuestro, lejos de constituir una propiedad privada personal o colectiva, es sencillamente universal. Me refiero a Jesucristo, Dios y hombre verdadero, imagen plena del Padre, manifestación perfecta del amor infinito de Dios, verdad absoluta en la que tienen su referencia la realidad misma del hombre y todo comportamiento humano, camino del más genuino desarrollo de la persona y de la sociedad, y fuente de salvación eterna.
Invitando a centrarnos en lo nuestro, de ningún modo estoy procurando un espiritualismo que nos recluya de los legítimos quehaceres constitutivos de nuestra responsabilidad terrena y social. Hasta las monjas de clausura trabajan en tareas temporales y salen del monasterio para emitir su voto. Lo que ocurre es que cada uno ha de ordenar sus dedicaciones en el mundo totalmente de acuerdo con su vocación específica, personal y concreta.
Mi llamada tiene un sentido a considerar siempre y, de modo especial en momentos en que las circunstancias externas, sociales o políticas, educativas o culturales, pueden estar presionando sobre el alma cristiana haciéndole sentir cierta incomodidad, desánimo o desilusión en lo que se refiere a la presencia y acción social claramente católica y apostólica.
No podemos hacer caso a los hombres antes que a Dios. Y el Señor nos ha capacitado y nos ha enviado para ser luz del mundo, sal de la tierra, hermanos entre amigos y entre los enemigos, mensajeros de la promesa de salvación, profetas de la alegría interior aún en medio de las contrariedades, penurias y dolores, y testigos del amor que puede transformar el mundo.
Es verdad que nuestra vida no será siempre fiel espejo de cuanto constituye nuestra identidad cristiana, ni adecuada manifestación de lo que el Señor quiere dar a conocer a los hombres por mediación nuestra. Por eso, la primera condición del cristiano ha de ser la humilde manifestación de la propia realidad pecadora, expresión de la confiada esperanza en la infinita misericordia de Dios, y testimonio de una constante y sincera conversión.
Pero, en medio de todo ello, no es justo olvidar la misión recibida de Jesucristo en beneficio del prójimo. Sus palabras, dirigidas de modo inmediato a sus Apóstoles antes de ascender a los cielos, no dan lugar a oscuridad alguna, ni a posible confusión: “Id y haced discípulos de todas las gentes…”. Esto es, discípulos de Jesucristo, que es “camino, Verdad y Vida”, pontífice supremo que nos acerca a Dios (Él mismo es Dios), y modelo insuperable de lo que significa vivir en plenitud nuestra realidad histórica y nuestro peregrinar por el mundo hacia la eternidad.
Precisamente porque Jesucristo es todo eso, nuestro apostolado no es ni puede ser nunca un simple intento de aumentar los afiliados a una institución, a la Iglesia; ni el empeño por destruir o desacreditar cualquier forma de vida religiosa distinta o ajena. Nuestro apostolado es un deber de justicia con el prójimo. Creemos firmemente que quien conoce al Señor, quien se familiariza con el Evangelio, quien procura vivir siguiendo a Jesucristo, quien experimenta el don inmenso de la misericordia divina, quien se acerca a Dios en la oración tal como Cristo nos enseñó, y quien practica la caridad a la que estamos convocados por el Bautismo, abre su vida a una profundidad, a una amplitud de horizontes, a una plenitud humana y a una esperanza trascendente que superan con creces cuanto pudiera descubrir cada uno por sí mismo, y cuanto alcanzara a vivir estando sometido a las limitaciones de la propia naturaleza, de los condicionantes terrenos y de las promesas meramente humanas.
Por todo ello, mi llamada pretende ser clara y estimulante, en cumplimiento gustoso del ministerio pastoral que me compete para gloria de Dios y para el servicio al Pueblo de Dios que el Señor me ha encomendado. Para vuestro servicio, queridos fieles cristianos de nuestra Iglesia particular, quiero insistir en la urgente necesidad de que nos lancemos, ahora más que nunca si cabe hablar así, a ser verdaderos apóstoles de Jesucristo, tan humildes por el conocimiento de nuestras limitaciones, como valientes por la conciencia de que no nos predicamos a nosotros mismos sino que proclamamos el amor, la misericordia y la salvación que el Señor nos ha regalado mediante su pasión, muerte y resurrección.
No tengamos miedo ni nos avergoncemos. Cristo ha vencido al mundo, y nos ha elegido a nosotros, limitados y pecadores, precisamente para manifestar claramente que la luz y la salvación que Él nos manda anunciar, no es obra de hombres, tantas veces falaces, sino de Dios, que nos ama por encima de todo y siempre.
Pase lo que pase, nosotros, fieles a la llamada de Dios, vayamos a “lo nuestro” que es lo más nuestro porque es lo propio de Dios: ser apóstoles de la plenitud en la tierra y de la salvación eterna en el cielo.