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“¡Cuidado con la tristeza!”

Tue, 20 Jul 2010 07:14:00
 
Monseñor Santiago García Aracil, Arzobispo de Mérida-Badajoz
Monseñor Santiago García Aracil,

CAMINEO.INFO.- Todo el mundo prefiere, como es lógico, la alegría a la tristeza. Lo que ocurre es que no es posible la alegría si no brota de la aceptación de la voluntad de Dios y de la consiguiente esperanza nacida de su promesa de Vida y de salvación.

Esta aceptación resulta difícil, sobre todo cuando las circunstancias que inciden en la vida de uno se oponen a lo que se estimaba como situación mejor y totalmente legítima. Dificultad que es mayor si dichas circunstancias producen un impacto anímico de cierta frustración de las propias ilusiones, y si, además, ocasionan agravios comparativos en los que sale uno disminuido. Las circunstancias pueden pertenecer al ámbito de la salud, de la economía, del prestigio, de la familia, etc., y hasta de la aceptación eclesial.

Cuando se atraviesa esta situación parece que se impone al alma una tristeza irresistible o, al menos, espontánea y momentáneamente condicionante. Debemos llevar cuidado con situaciones semejantes. Recordemos aquella expresión de Cristo: “El espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mt 26, 41). Esa difícil e incorrecta situación, aunque explicable, está llamándonos a cultivar hábitos que nos permitan mantener actitudes positivas ante momento críticos o desfavorables.

Para lograr este propósito, es necesario el ejercicio constante o, al menos frecuente, por el que vayamos examinando nuestras reacciones y sus posibles causas cuando nos asalta no sólo el desconsuelo y la tristeza, sino también cuando vivimos instantes de alegría. Habría que analizar si tanto la tristeza como la alegría brotan de experiencias positivas o simplemente agradables, ante acontecimientos no debidamente valorados.

La alegría que debe caracterizar al cristiano está lejos del simple agrado personal o del beneficio momentáneo que ello reporta individual o socialmente.

Esa alegría ha de entender bien el sentido de la cruz, que debemos asumir y superar con espíritu oblativo y de obediencia al Señor a cuya pasión debemos unirnos, en aras de nuestra salvación y la del mundo. Lo que momentáneamente nos alegra porque produce sensaciones agradables, puede entristecernos a medio o a largo plazo, cuando lleguemos a descubrir su carácter engañoso o el simple espejismo de felicidad que nos brindan.

La alegría cuya consecución ha de importarnos debe anidar en el interior, como fruto de la paz que brota del amor y de la justicia para con Dios y con los hermanos. Esa alegría se convierte en fuerza que nos permite sobrellevar los momentos difíciles y desagradables, los fracasos humanos y las inevitables oscuridades, sin dejarnos arrollar por ellos.

Para alcanzar esa alegría, que es un buen signo de la felicidad que nos espera en la otra vida, es necesario entender que nuestro día a día es una oportunidad para profundizar en las auténticas virtudes evangélicas, y que cada debilidad y cada error constituyen, también, una preciosa ocasión para recurrir a la infinita misericordia de dios llena de comprensión y de ternura.

Los cristianos estamos llamados a ser testigos del amor y de la misericordia del Señor y profetas que anuncien no sólo la posibilidad, sino también la necesidad de la alegría.

La tristeza mantenida cuya causa se escapa a quien la vive, es como un síntoma de infección interior que puede minar el estímulo para la vida, que es la esperanza.
Nuestra sociedad necesita la verdadera alegría, e ir venciendo la inclinación a lo simplemente agradable y pasajero, como si esto, que no siempre ha de ser malo, fuera suficiente para mantener la ilusión y la energía que nos permite vivir desde dentro. Sólo quien goza de la profundidad en el espíritu que es la virtud, puede alcanzar el gozo interior e impulsar desde él, en sí mismo y en los demás la energía de la vida auténtica.

Esto supone, claro está, la recuperación del hombre y de la mujer, de la persona y de sus referencias para descubrir la verdad y la justicia que llevan a la paz en el amor.

El peor mal y el peligro mayor en el que podemos encontrarnos, es la pérdida o la notable disminución de la identidad y de la recta ordenación del espíritu y de la vida de la persona.

Como luz del mundo y como sal de la tierra, tenemos mucho que decir desde el evangelio, procuremos poderlo decir, también, con el propio testimonio.







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