Podría parecer obvio hablar de celebración
cristiana de la Navidad. Pero los hombres somos capaces de adulterar
todo. Es palpable la creciente pérdida del sentido propio y originario
de la Navidad. Los mismos cristianos nos dejamos contagiar por el
ambiente exterior y el consumismo de estos días, o por el silenciamiento
cada vez mayor del sentido cristiano de la Navidad en las iluminaciones
y adornos anodinos y las tarjetas sin motivo religioso alguno. Aumenta
la voluntad de borrar el sentido propio de la Navidad excluyendo el
belén y los villancicos de lugares públicos. So capa de tolerancia ante
el pluralismo religioso, algunos promueven entre nosotros el silencio y
la exclusión del cristianismo que contrasta con el trato exquisito de
otras religiones.
Menos mal que también
somos capaces de darnos cuenta y rectificar. El papa Francisco acaba de
regalarnos una hermosa carta en la que nos alienta a mantener viva la
costumbre de hacer el belén en nuestros hogares y de ponerlo en los
lugares de trabajo, en las escuelas, en los hospitales, en las cárceles,
en las plazas. Es una tradición que nos ha de ayudar a recuperar y
fortalecer la celebración cristiana de la Navidad. Personal, familiar y
comunitariamente hemos de centrar nuestra celebración en el Misterio que
nos recuerda el belén, y evitar todo derroche, todo dispendio y tantos
otros excesos, contrarios al significado profundo de esta Fiesta.
Ante
todo, hemos de dedicar un tiempo a pensar y meditar cuál es la “verdad
de la Navidad” hasta que nos sintamos sobrecogidos por el asombro, el
agradecimiento, el gozo. Es una pena que tantos cristianos no encuentren
ni cinco minutos para leer el relato del nacimiento de Jesús, para
acudir a la Misa de Navidad o para meditar lo que llevamos oyendo desde
hace tantos años.
No lo olvidemos: En
Navidad nace Jesús en Belén. El Niño que nace es el Hijo de Dios, el
Emmanuel, el Dios-con-nosotros, el Salvador. Dios se hace hombre y viene
a habitar entre nosotros. Dios se hace hombre, para que el hombre
participe de la misma vida de Dios. Jesús nace pobre y nos enseña que la
felicidad no se encuentra en la abundancia de bienes ni en el bienestar
material, sino en el amor que nos brinda y contagia el mismo Dios.
Jesús viene al mundo sin ostentación alguna. Dios se humilla para que
podamos acercarnos a Él, para que podamos corresponder a su amor con
nuestro amor, para que nuestra libertad se rinda ante la maravilla de su
humildad y superemos nuestra soberbia. Dios se hace hombre por amor a
todos los hombres y para encender nuestro amor hacia nuestro prójimo, en
especial hacia el pobre, el necesitado, el no nacido, el anciano, el
enfermo o las personas que sufren soledad.
Todo
esto, y más cosas que podríamos decir, es lo que recordamos, lo que
celebramos, lo que queremos revivir estos días de Navidad. Sin caer en
fantasías ni falsas ilusiones. Porque ese Jesús, cuyo nacimiento
celebramos, vive de verdad, está con nosotros, es fuente y cimiento de
la vida de quien se acerca a Él y le acepta como Hijo de Dios hecho
hombre, principio de vida y de salvación.
La
venida del Señor no es sólo un hecho del pasado, sino también del
presente. Pero será así sólo si dejamos que Dios ‘llegue’ a nosotros.
Cristo nace para que nosotros renazcamos a la vida de Dios. Este tiempo
de Navidad pide de los cristianos una actitud contemplativa, de silencio
y de adoración, de acogida y de acción de gracias, de celebración en
familia y en la comunidad parroquial con la Eucaristía. Nos pide
contemplar el Misterio, celebrarlo, acogerlo, asimilarlo y confesarlo
ante los hombres sin miedo. Si Cristo nace en nosotros, como ocurrió en
María, nos convertiremos en Cristos vivos. Esto resistirá cualquier
prohibición o imposición de eliminar a Dios, a Cristo y su Evangelio o
la Navidad de la faz de nuestra tierra.
Rezar,
dar gracias, fortalecer nuestra fe, ajustar nuestra vida a la verdad de
Dios, convertirnos al amor y a la esperanza, cantar y anunciar la
bondad de Dios con nosotros, ésa es la manera cristiana de celebrar la
Navidad. Y esta es también la razón de nuestra alegría navideña, una
alegría que podemos y debemos compartir. ¿Cómo? Disfrutando de las
muchas cosas buenas que Dios nos da, junto con nuestros seres más
queridos, recordando a los necesitados y haciendo que este mundo se
parezca al mundo nuevo, edificado en la verdad del amor, que comenzó con
Jesús y que tiene que llegar a su consumación.