Acabamos de celebrar la Navidad y vamos a
comenzar un nuevo año. El nacimiento de Jesucristo nos invita
a que nos dejémonos envolver por esa fuerza de amor que viene de
Dios que se ha hecho presente entre nosotros, que ha tomado
rostro, que ha caminado entre nosotros, que nos salva y nos
devuelve la dignidad a los hombres. Su amor nos empuja a amar:
seamos conscientes de que somos hijos de Dios y, por ello,
hermanos de todos los hombres. Vivir así significa tener la
dignidad del Señor, de hijo de Dios. Una dignidad que crece y se
desarrolla en la medida que nos vamos encontrando más y más con
Él: salvados por el Amor, salvamos y vivimos de su amor. No
vendría mal que hiciésemos esta oración para comenzar el año
nuevo: Señor, yo creo que tu amor libera, salva y devuelve la
dignidad a los hombres; tu amor nos da esperanza y capacidad
para vivir como hermanos que se conocen y se ayudan, que tiran
las
armas que destruyen la vida y la convivencia. Creo,
Señor, que solamente tu amor puede dar y alcanzar la verdadera
dignidad, pues para ti todos los humanos somos iguales y
quieres que salgamos al mundo cantando el mismo himno con el que
tú iniciaste tu presencia en esta tierra. «Gloria a Dios en el
cielo y paz en la tierra a los hombres que ama el Señor».
Estamos
dispuestos a entrar en todas las situaciones con el amor mismo
de Dios? Ese amor que Dios nos ha mostrado en su Hijo, que se hizo
presente en el mundo y para nacer ni siquiera tuvo una posada,
sino que nació en una cueva. Allí comenzó la revolución que
siempre empuja al hombre a amar, comenzó la revolución de la
ternura. Quienes primero lo percibieron fueron María y José,
también los pastores y los Magos de Oriente que andaba buscando
el Camino, la Verdad y la Vida. Seamos valientes, entremos en
todos los problemas con el amor de Dios: en la familia, entre los
pueblos, en las divisiones y rupturas, en la defensa de la vida,
en la defensa de los más vulnerables, en la defensa de los
emigrantes y en la defensa del derecho que todo hombre tiene a
tener un trabajo y así poder sustentar a una familia, en el
derecho a poder pasear por el mundo que Dios hizo para todos…
En
estos días previos al inicio del año, me gustaría decir cómo
podemos acercarnos y vivir del amor de Dios y mantener viva la
revolución que nos empuja a amar. Tres palabras tienen que
entrar a formar parte de nuestra gramática existencial:
adorar, acoger e ir (salir).
1. Adorar a Jesús nos empuja a amar: hemos
de cultivar en estos momentos de la vida y de la historia de los
hombres la vida interior. Hablemos al Señor con confianza,
hagámonos niños, hagamos oración, hablemos de nosotros, de
los hombres, de las situaciones en las que no es el amor lo que
precisamente sobresale, y abramos también nuestro corazón.
Hablemos al Señor de corazón. Cultivar la vida interior es
cultivar la oración, el diálogo con Dios. Quiero advertiros de
algo que los santos nos han dicho unos a veces con palabras y otras
tantas con su vida: rezando se consigue de Dios el amor. Y es así
como lo derramamos sobre este mundo. Los hombres y mujeres que
más han amado y han vertido el amor de Dios sobre los demás, con
obras y no solamente con palabras, son los que más se han
dedicado a adorar, es decir, a rezar, a hacer oración, a hablar
con Dios. La oración es detenerse con Dios y estar con Él,
dedicarse simplemente a Él. Dar espacio al Señor en nuestra
vida es lo que posibilita tener el amor de Dios. Adoremos al
Señor, tengamos intimidad con Él. Ello nos da alegría, paz,
disuelve penas y nos empuja a amar. ¿Qué es la adoración
entonces? Ponernos ante el Señor con respeto, calma, silencio,
confianza, dándole a Él en nuestra vida el primer lugar y
abandonándonos enteramente a su persona, dejando que
nuestras cosas vayan a Él: personas, necesidades, problemas…
Quien adora se llena del Señor y se abre a todos,
sean quienes sean.
2. Acoger a Jesús nos empuja a amar: acoger
es mucho más que hacer. Es la disposición no solamente de
hacer sitio a alguien, sino de estar disponibles, dispuestos a
darse siempre a los demás. Donde mejor se comprende lo que es la
acogida es en el misterio de Belén. Hay que redimensionar el
propio yo, hay que enderezar la propia manera de pensar, de
entender la vida. ¡Cuántas veces nos encontramos viviendo
nuestra vida como propiedad privada! Y eso no es nuestra vida. No
somos propiedad privada, nuestro tiempo no nos pertenece. ¿No
veis a Dios en Belén desprenderse de todo? Así nosotros hemos de
comenzar un desprendimiento de todo lo que yo creo que es mío y
resulta que es del Señor: mi tiempo, mi descanso, mis derechos,
mis programas, mi agenda… Quien acoge renuncia al yo y hace
entrar en la vida al tú y al nosotros. Y comienza a entender que
lo mismo que Jesús vino a este mundo para acoger y acompañar sin
quejarse, para crear paz y concordia, regalar la comunión,
sembrar la vida de generosidad y paz aún cuando no sea
correspondido, así hemos de vivir nosotros.
3. Salir como Jesús nos empuja a amar: el
amor siempre es dinámico, sale de sí mismo. Nunca el amor nos
dispone a quedarnos mirando, el amor hace que dispongamos
nuestra vida a ir, a salir. De hecho, quienes fueron a Belén y se
encontraron con Jesús, verdadero rostro del amor, salieron.
Contemplad a María y José en el silencio, a los pastores
anunciando a Jesús con sus cánticos, a los Magos volviendo por
otro camino pues habían sido empujados por el amor del Señor y no
quisieron volver a Herodes, que era camino de muerte. Situarnos
junto al Belén es llenarnos de amor y salir en búsqueda de
todos los hombres a anunciarlo.