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Este domingo, Fiesta de Ramos, la Iglesia celebra la Jornada Mundial de la Juventud. En estos años previos a la JMJ de Panamá, el Papa Francisco ha elegido para su preparación lemas marianos; el de este año dice así: El Todopoderoso ha hecho obras grandes por mí. La Iglesia, a través de los jóvenes, en la cercanía a María nuestra Madre, puede llevar la Buena Noticia a todos los hombres. Todos surgimos a la vida con una vocación innata: «la vocación al amor». Sin amor el ser humano es un desconocido. Cada uno de nosotros, asume esta vocación de formas concretas en la vida cotidiana, que se articula en estados de vida diferentes. Todos tenemos que realizar alguna opción concreta, pero, ¿cómo hacerlo desde la fe y así vivir en plenitud? Que, sea cual sea nuestra opción, podamos decir como nuestra Madre, que «el Todopoderoso ha hecho obras grandes por mí». Sí, las hace. Ved vuestra vida vivida en amistad con Jesucristo.
Os aseguro que desde que soy sacerdote, desde el mismo inicio de mi ministerio, he tenido una ocupación singular con los jóvenes y nunca me defraudaron. Vi siempre la necesidad de acercarles a Jesucristo y de que ellos fueran protagonistas de ese encuentro. Nunca he dejado, en los diversos lugares donde la Iglesia me ha enviado, esta ocupación. Para mí siempre tuvo una impronta en mi corazón este mensaje del Concilio Vaticano II a los jóvenes: «La Iglesia os mira con confianza y con amor. Posee lo que constituye la fuerza y el encanto de los jóvenes: la facultad de alegrarse con lo que comienza, de darse sin recompensa, de renovarse y de partir de nuevo hacia nuevas conquistas. Miradla y encontraréis en ella el rostro de Cristo, el verdadero héroe, humilde y sabio; el profeta de la verdad y del amor, el compañero y el amigo de los jóvenes» (Mensaje del Concilio a la humanidad). Por eso siempre me pregunté: ¿qué puedo hacer por ellos?
¿Qué decir en esta jornada a los jóvenes, precisamente cuando celebramos la entrada de Jesús en Jerusalén? Lo mismo que Jesús despertó en el corazón de aquellas gentes –fiesta, alabanza, bendición, paz, alegría–, lo sigue despertando hoy en el corazón de todos los jóvenes. Pero hemos de escucharlos. Esto es lo que se propone el próximo Sínodo. Él supo despertar en el corazón de aquellas gentes humildes y sencillas, que extendían los mantos en el suelo para que pasase, la gran misericordia de Dios que se inclina a todos para curarlos. Los jóvenes siempre son sensibles y experimentan una atracción especial por quien cura y sana, en este caso por Jesucristo. Su mensaje es de vida. Atento a todas las situaciones de la vida de los hombres, en sus debilidades y pecados, sucede que todos experimentan en Jesús el amor más grande.
Entró en Jerusalén con este amor y por eso no pasó desapercibido, todos sintieron y percibieron su presencia. ¿Podemos olvidarnos de esta escena? Nunca, pues está llena de luz, de amor, de un corazón grande en el que entran todos los hombres. Y esto es lo que provoca alegría. No nos extrañan esas palabras que el Evangelio nos recuerda de este momento de la vida de Jesús: «¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto» (Lc 19, 38). No es extraño que el documento preparatorio del Sínodo de los Obispos presente al discípulo al que tanto quería, san Juan, como la figura ejemplar del joven que elige seguir a Jesús con todas las consecuencias. La valentía para preguntarle: «¿Dónde vives?», y entregarse con toda su vida a la respuesta de Jesús: «Venid y lo veréis», manifiesta la grandeza de corazón de cualquier joven que busca, que desea hacer un camino interior y que tiene en lo profundo de su vida esa juventud que es disponibilidad y ponerse en movimiento, incluso sin saber del todo a dónde va.
¡Qué fuerza tiene experimentar la amistad con Jesucristo! ¿Sabéis lo que es vivir diariamente con Él, dejarse interrogar e interpelar por Él, manifestar las dudas, dejarse inspirar por sus palabras, por sus gestos y sus obras? Sigo viendo cómo los jóvenes viven esto. Cuando, cada primer viernes de mes, me reúno con ellos en la catedral de Madrid, como lo hice en Santander siendo vicario general y después como obispo en Orense, Oviedo y Valencia, percibo que descubren de una manera sencilla la alegría del amor, la vida en su plenitud y el poder participar en el anuncio de la Buena Noticia. En estos encuentros con los jóvenes tengo tres experiencias:
1. Alegría de poder estar con Jesús: es la alegría de aquellas gentes que salieron en Jerusalén a recibir a Jesús agitando las palmas y extendiendo mantos para que pasase. Es la alegría de acoger al Señor sin más. Y esta palabra es la que deseo decir a los jóvenes: tened alegría, vivid en la alegría. Nunca seáis hombres y mujeres tristes, entre otras cosas porque un cristiano nunca puede estar triste y, si lo está, le tiene que durar lo que se dé cuenta de que su Maestro es Jesucristo, a quien sigue. La alegría que tenemos no nace de tener cosas, sino de haber encontrado a una persona que está entre nosotros. ¡Cuántas noches en la oración os dije: «Aquí está realmente presente el Señor», Él nunca nos deja solos, seguidlo, nunca os arrepentiréis. No es una idea, es una Persona, que os habla, os ama y da la vida por nosotros. Nunca dejemos que nos roben la esperanza, la que da Jesús.
2. Jesús no nos deja solos, nos acompaña en su trono que es la Cruz: las gentes de Jerusalén lo aclaman como rey. Pero no es un rey más, es diferente, no tiene ni va con nada que manifieste fuerza y poder humano. Precisamente por eso, la gente sencilla y humilde ve en Jesús algo más, ven al Salvador. Jesús no entra en la ciudad de Jerusalén para recibir honores, fiestas o reconocimientos, que es lo que se suele hacer con quien tiene poder humano. Entra para recibir burlas, insultos, golpes y maltratos; en definitiva, para subir al Calvario. ¡Qué comprobación más clara, ver a Jesús entrando en Jerusalén para morir en la Cruz! Este es su trono, la Cruz. ¿Por qué este trono? Porque Él toma sobre sí el mal, la oscuridad, la suciedad, los pecados de todos los hombres, los nuestros, y los lava con su sangre, con su misericordia y con su amor. ¿Estáis dispuestos a seguirlo en este trono? Muchas heridas afligen a esta humanidad: conflictos políticos, económicos, culturales, guerras, desprecios, soledad de los más débiles, dinero a costa de lo que fuere, corrupción, divisiones, faltas de amor y respeto... Solamente desde este trono se pueden eliminar estas situaciones, dando la vida por amor a todos los hombres, disponiendo la vida para servir el amor mismo de Dios, el que Jesús nos muestra y sigue regalando a los hombres. Desea contar contigo para ello.
3. Jesús da un corazón que nunca envejece: lo comprendí mejor el pasado lunes, cuando fui al homenaje que le hacían a un matrimonio centenario. Les preguntaron qué era lo más importante de sus vidas para no envejecer y su respuesta fue clara: hacer el bien a los demás. Jóvenes, mantened el corazón joven. Esto solo es posible en una comunión viva con y junto a Jesús, que hace posible el no envejecimiento; siempre es posible dar la vida por los demás, sean quienes sean. Siempre es posible eliminar las tristezas que causan todas las cruces que caen sobre los hombres. ¿Cómo? Desde el trono de Jesús, es decir, desde la entrega, el servicio, el amor incondicional a todo ser humano, que es imagen y semejanza de Dios. Me imagino una fiesta, con las mismas características de la de Jerusalén, expresando la alegría de estar en medio de los hombres en este mundo como dice mi lema episcopal, «por Cristo, con Él y en Él». Decid al mundo entero que es bueno ir con Jesús, que su mensaje nos hace salir de nosotros mismos e ir a las periferias del mundo y de la existencia.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos Card. Osoro Sierra, arzobispo de Madrid