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El sí de María a Dios es el sí de la Iglesia. Hay unas palabras en el Evangelio que recogen ese sí: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». La respuesta de la Santísima Virgen María al ángel se prolonga en la Iglesia, pues esta está llamada a manifestar a Cristo en la historia, ofreciéndose disponible y con las puertas abiertas para que Dios pueda seguir acercándose a todos los hombres, visitando esta humanidad con su misericordia. ¡Qué contemplación más maravillosa ver a la Iglesia como don de Dios y no como creación de los hombres!
Mi trayectoria como cristiano y sacerdote me ha hecho comprender y vivir esto. Mi vivencia de Iglesia doméstica en mi familia, así como mi experiencia en la Iglesia particular de Santander y en las diversas Iglesias particulares en las que, llamado por san Juan Pablo II, Benedicto XVI y el Papa Francisco, he servido como pastor, me han permitido enriquecer mi vida viendo y comprendiendo la Iglesia desde dentro, su belleza, su misión, sus entrañas, en dónde alcanza su máxima identidad... ¡Qué gracia más inmensa ver a la Iglesia llena de gracia, esplendorosa por su belleza, adornada por múltiples dones del Espíritu!
He podido ver cómo ese sí de María se prolongaba en los diversos lugares en los que la providencia de Dios me ha situado. Y he descubierto así la Iglesia de primera mano, tal y como la creó el Señor y tal y como Él quiso que estuviera en medio del mundo. Mi historia es un quinteto cuya partitura ha sido compuesta en la Iglesia particular que me vio nacer y que me regaló la fe, en Cantabria, y después como obispo de Orense y arzobispo de Oviedo, de Valencia y de Madrid. Qué oportunidades de gracia y de amor me ha dado el Señor para descubrir que la única manera de comprender a la Iglesia es mirarla así, por dentro. Y comprenderla desde el diseño de quien la hizo: Jesucristo. Por ello, qué bien suenan en nuestros oídos y en nuestro corazón esas palabras del apóstol san Pablo: «Hermanos: sois edificio de Dios [...] El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros» (1 Cor 3, 9. 17). Sí, somos un edificio espiritual que está construido con piedras vivas que somos todos los cristianos. Y este edificio tiene un fundamento que es Jesucristo.
Muy a menudo releo la Meditación ante la muerte del Papa beato Pablo VI. En la parte conclusiva habla de la Iglesia y dice así: «Puedo decir que siempre la he amado [...] y que para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese». A estas alturas, ¡cuánto me gustaría que estas palabras del Papa con el que entré en el seminario fuesen las que configurasen mi vida! Así se lo pido al Señor para mí y para todos vosotros los cristianos. Pero además, continúa diciendo el beato Pablo VI, «querría abrazarla, saludarla, amarla en cada uno de los seres que la componen, en cada obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra; bendecirla [...] Y, ¿qué diré de la Iglesia, a la que debo todo y que fue mía? Las bendiciones de Dios que vengan sobre ti; ten conciencia de tu naturaleza y de tu misión, ten sentido de las necesidades verdaderas y profundas de la humanidad; y camina pobre, es decir, libre, fuerte y amorosa hacia Cristo» (Pablo VI, Meditación ante la muerte). Este quinteto tiene cinco partes y las notas de la partitura tienen un ritmo que han marcado mi vida. Es la Iglesia en camino:
Primera parte: mi familia y Santander (Cantabria). Doy gracias a Dios por la familia en la que nací y por la tierra que me dio aposento y me regaló modos y maneras de ser y de actuar; marcaron mi vida. Dentro de la familia pude experimentar lo más bello de la Iglesia, de la Iglesia doméstica. Con mis padres y mis hermanos aprendí cómo el amor mismo de Dios se ha derramado en mi vida en el Bautismo; experimenté un amor humano, sensible, afectuoso y misericordioso como el de Cristo. ¡Cómo marca la vida la transmisión de la fe y del amor del Señor, para hacernos libres y responsables, para entender que toda persona es digna de ser amada! Y en mi tierra, con sus tradiciones religiosas y su devoción a la Virgen en su advocación de la Bien Aparecida, la Iglesia me dio todo: desde la vida misma a la que mis padres me engendraron, a la vida en el Bautismo, la Confirmación, la Eucaristía, el ministerio sacerdotal. El obispo que me ordenó y con el que tanto aprendí, don Juan Antonio del Val, marcó mi vida.
Segunda parte: Orense. Si tuviese que resumir en una frase todo lo que allí aprendí, os diría que junto a todos los orensanos viví que la Iglesia es la esposa real de Cristo; Él la ha conquistado para sí y lo hace al precio de su vida, «se ha entregado a sí mismo por amor a ella» (Ef 5, 25). ¿Hay una demostración más grande de amor? Pero es que además está preocupado por su belleza, no solamente por la adquirida por el Bautismo, sino por la que tiene que mostrar cada día por su vida intachable. ¡Qué cinco años! Jamás los podré olvidar, allí me enseñasteis a dar los primeros pasos de pastor, sintiendo la cercanía de Santa María Madre y de la Virgen de los Milagros.
Tercera parte: Oviedo. Durante los siete años que estuve allí fui a visitar a la Santina de Covadonga todas las semanas, sin día fijo, a veces a altas horas de la noche, cuando todos dormían, y en silencio la miraba desde el pozón, pidiéndole siempre que me diese el don de cooperar con Jesús en la instauración del Reino de Dios, es decir, en su señorío benéfico portador de vida y de vida en abundancia para toda la humanidad. En aquel bellísimo lugar se había fraguado una llamada a instaurar la vida y derribar la muerte, que aniquila y destruye a los hombres. Allí entendí que en la humildad de ser Iglesia, de vivir cada día el Evangelio, crece el gran árbol de la vida verdadera. ¡Qué fuerza tiene Covadonga! Asturias da capacidad de entrega, de servicio incondicional, de comprensión, pues en aquellas montañas te sientes humilde y la Virgen te anima para que, en la humildad de la Iglesia, en la pobreza de nuestra vida, podamos ver la presencia de Cristo que Ella nos ofrece y que nos otorga la valentía de salir a su encuentro y hacer presente en esta tierra su amor y difundirlo por todas partes. Asturias siempre regala impulso para salir, compromiso misionero que transforma.
Cuarta parte: Valencia. Siempre dije que Nuestro Señor, me había regalado el traje a mi medida: el Santo Cáliz y la Mare de Déu dels Desamparats eran expresión de ese traje. Uno aprende que la Eucaristía causa la Iglesia. Que la Iglesia vive de la Eucaristía; en ella se hace presente el sacrificio redentor de Cristo, quien se nos entrega, nos edifica permanentemente como su cuerpo y nos compromete a vivir en la comunión. La Eucaristía es constitutiva del ser y actuar de la Iglesia. Ella nos entrega, como fuente y culmen de la vida cristiana, el modo en el que tenemos que pensar, hablar y actuar en el mundo, renovando la historia y vivificando la creación. Y por otra parte, junto a la Mare de Déu dels Desamparats, aprendemos el verdadero significado de la misericordia y comprendemos que la Iglesia tiene que seguir siendo comunidad que escucha y anuncia la Palabra.
Quinta parte: Madrid. Está siendo un tiempo de gracia en mi vida. La riqueza eclesial es grande, las presencias de la Iglesia son significativas en todos los campos y en todas las situaciones de los hombres. Como toda gran ciudad, cada día es más cosmopolita, pero guarda las raíces que la vieron nacer. La fe cristiana constituye un fuerte vínculo en el que se enriquece el encuentro entre todos. Con el Papa san Juan XXIII podemos decir que la convivencia en esta gran ciudad se apoya en cuatro pilares en los que la Iglesia tiene un compromiso especial: el amor, la verdad, la libertad y la justicia. ¡Qué fuerza tiene en la convivencia el amor evangélico, es decir, el amor a Dios y el amor a los hermanos!
Además, el Plan Diocesano de Evangelización está siendo una llamada fuerte a vivir lo que fue constitutivo de la Iglesia desde sus comienzos: «Los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común; vendían sus posesiones y bienes y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2, 44-45). Y la presencia de la Virgen en su advocación de la Almudena, como patrona de la archidiócesis, es un reclamo a construir lo que Jesús vino a traer, la cultura del encuentro. Ella apareció escondida en un muro, derribó muros. Ella es maestra singular en crear comunión y comunicación entre los hombres, en eliminar toda clase de separaciones.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, arzobispo de Madrid