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¡Qué fuerza tiene vivir la experiencia de comunión en la Iglesia! Este fin de semana, en el Consejo Diocesano de Pastoral, sacerdotes, miembros de la vida consagrada y laicos hemos sentido, vivido y entendido que sin ella no evangelizamos. ¿Desde dónde y cómo lo hemos experimentado? Hemos presentado la carta pastoral Ungidos y urgidos por la misericordia, que vais a recibir, y que pretende ser el marco desde el cual entendamos y descubramos lo que en este segundo año del Plan Diocesano de Evangelización os propongo. A través de un punto de la exhortación apostólica Evangelii gaudium y de la lectio divina, en la escucha de la Palabra de Dios, dejándonos guiar por la acción del Espíritu Santo, deseamos que el Señor nos ilumine estos aspectos: «Desafíos, retos, tentaciones y posibilidades para la evangelización hoy en Madrid».
¡Qué experiencia más fuerte de comunión! ¡Cómo llega a lo profundo de nuestra existencia una nueva luz cuando la vivimos! ¡Qué a gusto nos sentíamos al decir cada uno de nosotros, con una libertad plena, lo que en esos momentos creíamos que debíamos compartir! Me decían que conmigo, es decir, con el ministerio apostólico, habían sentido lo que es ser Iglesia, una comunidad congregada por el Hijo de Dios encarnado que tiene que vivir en la sucesión de los tiempos, edificando y alimentando la comunión en Cristo y en el Espíritu, a la que todos estamos llamados y en la que todos puedan experimentar la salvación que el Padre nos ha regalado en Jesucristo.
¡Atrévete a dar testimonio del Dios vivo! La comunión es un don con consecuencias reales. Las hemos visto: nos hace salir de nuestra soledad, nos impide encerrarnos en nosotros mismos y nos hace partícipes del amor que nos une a Dios y entre nosotros. ¡Qué grande es este don! Simplemente pensemos en las fragmentaciones y en los conflictos que enturbian las relaciones entre las personas, grupos y pueblos. Me decía uno de los miembros del Consejo –y qué razón tenía–: «Si no existe el don de la unidad en el Espíritu Santo, la fragmentación de la humanidad es inevitable». ¡Qué buena nueva y qué remedio más valioso nos ha dado el Señor contra la soledad, una enfermedad que amenaza a todos los hombres! Entreguemos este remedio, hagámoslo visible: es la comunión.
Si somos consecuentes con lo que la Palabra de Dios nos dice, la Iglesia tiene siempre la misión de testimoniar la verdad de Jesucristo, Palabra encarnada. Por eso, entendemos mejor cómo la Palabra y el testimonio van unidos, van juntos, no los podemos separar, forman una unidad. De tal manera que la Palabra requiere el testimonio, y es la Palabra la que da forma al testimonio. Y no hay verdadero testimonio sin comunión. ¿Cómo comprendemos mejor esto? ¿Dónde observamos y dónde ven los que nos observan que somos testigos? De la misma manera que lo veían en la comunidad apostólica, eran fieles a la Palabra, que para ellos suponía que no bastaba anunciar la fe solamente con palabras. Nos lo recuerda el apóstol Santiago: «La fe, si no tiene obras, está realmente muerta» (St 2, 7). Urge que el anuncio del Evangelio vaya acompañado con testimonios concretos de la caridad. Y la caridad es comunión también, es el amor mismo de Dios. Para la Iglesia, estos testimonios concretos no son meras actividades de asistencia social, sino que pertenecen a su naturaleza, tienen que ser una manifestación irrenunciable de su propia esencia.
¿No os habéis dado cuenta de cómo nuestro conocimiento de Jesucristo comienza con el anuncio que nos llega a través de uno o más de sus testigos? Este conocimiento necesita de una experiencia viva. Aquella que tenían los primeros, y que tan bellamente nos cuenta san Juan: «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1, 3). Como podéis ver, el punto de partida de la comunión está en la unión de Dios con el hombre, que es Cristo en persona. Es el encuentro con Cristo el que crea la comunión con Él y, en Él, con el Padre en el Espíritu. De tal manera que la evangelización de personas y comunidades depende de si existe ese encuentro con Cristo o no. En este sentido, recordemos estas palabras: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona (Jesucristo), que da nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Benedicto XVI, Deus caritas est, 1). ¡Atrévete a dejarte encontrar por el Señor! Cambia toda tu vida. Ese cambio lo resumo en tres dimensiones, con las que quiero recoger todo lo que aportaron los miembros de Consejo de Pastoral:
1. Jesucristo nos ha enviado al mundo: nos ha ungido y enviado para dar la Buena Noticia a los que sufren, a los que tienen desgarrado el corazón, a todos los que tienen heridas, a dar libertad y consuelo. Mejoremos este mundo. Para ello, hemos de vivir con una mayor participación en la misión de la Iglesia. Esta necesita de cristianos preparados, que descubran qué compromisos hemos de asumir en estos momentos. Es necesario invitar a otros a sumarse a los grupos de trabajo del Plan Diocesano de Evangelización. Urgen las presencias en el mundo –en el de la cultura, la economía, la política, etc.–, que den prioridad a la persona, que persigan el bien común y la verdad, que fomenten la solidaridad entre todos para buscar estos bienes que no son propiedad de ningún grupo, sino de todos, a quienes Dios nos hizo a imagen y semejanza suya.
2. Jesucristo nos ha vestido de su misericordia: con su amor, que es misericordia entrañable, y que se traduce en bondad, humildad, dulzura, comprensión, capacidad de perdón con las mismas medidas de Dios, búsqueda de unidad y de paz. Hagamos así presente la Iglesia en el mundo, viviendo en comunión y siendo testigos fuertes de Cristo, algo que a su vez se ha de traducir en: a) testigos sin miedo en la realidad que nos toca vivir; b) cristianos que no pongamos etiquetas en la Iglesia a grupos, parroquias; c) viviendo con y desde la alegría del Evangelio.
3. Jesucristo me pide que «pierda la vida por Él»: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si arruina la vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla?» Estemos atentos a la realidad: ¿enseñamos a vivir, a crecer, a no descartar a nadie, a devolver la dignidad al ser humano? En muchos ambientes cristianos hay deseos de salir a dar noticia de Jesucristo. Hagamos este descubrimiento de «perder la vida por Él», que en definitiva es ganarla. Y, ello, en nuestras familias cristianas, que sean auténticas iglesias domésticas, faros en medio de las dificultades y oscuridades, donde cada miembro está dispuesto a olvidarse de sí mismo y dar la vida por el otro. Es la familia lugar de aprendizaje, escuela de humanismo, que impulsa a salir y cambiar este mundo. ¿Dónde se experimenta más y mejor el deseo innato del corazón del ser humano? La antropología de la Familia de Nazaret sigue siendo referencia esencial.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, arzobispo de Madrid