Cuando vamos a celebrar la fiesta de la Mare de Déu dels Desamparats, cuando estamos comenzando el mes de mayo en que toda la Iglesia se acerca de una manera especial a la Santísima Virgen María, debemos escuchar lo que Ella tan profundamente mostró: “Dios es amor”. Nuestra vida, nuestra morada debe de ser como la hizo María, por muy modesta y pobre que sea. Os invito a que en este mes de mayo, y ante la cercanía de la fiesta de Nuestra Señora de los Desamparados, la convirtamos en un lugar donde no hay más cabida que para contener el amor de Dios, que sea lugar de acogida, de comunicación con Dios y por Él con todos los hombres, de fe, amor y esperanza. Todos nosotros podemos comunicar el amor de Jesús a los demás y ser en medio del mundo fermento de reconciliación y de esperanza para toda la familia humana.
¡Qué fuerza tiene para nosotros ser conscientes de cómo tomó rostro humano Dios en Ella, de cómo el corazón de Jesús se formó en Ella! Ella fue morada de Dios, se convirtió en casa de Dios. Movió su vida por la Palabra de Dios. En este Año de la Fe es importante darnos cuenta de cómo se adhirió a Dios: “hágase en mí según tu Palabra”. Creyó. En definitiva, se entregó, ya que creer es entregarse. Se entregó a Dios con todas las consecuencias. De tal modo se entregó, que su vida se convierte en una carta escrita no con tinta sino con el Espíritu de Dios vivo, no en tablas de piedra, ni en pergamino, ni en nada externo a Ella, sino en su corazón de creyente y de madre. María es una carta que todos pueden leer, sabios e ignorantes. Ella está presente siempre, pero el Nuevo Testamento nos dice cómo está presente en tres momentos que son constitutivos del misterio cristiano: en la Encarnación, en el Misterio Pascual y en Pentecostés. En su seno tuvo lugar la Encarnación. “Junto a la cruz de Jesús estaba María, su madre” (Jn 19, 25. Los apóstoles eran “asiduos y concordes en la oración con María, la madre de Jesús” (Hch 1, 14). Seguir a María en todos estos momentos, nos ayuda a seguir a Cristo y a ir dejándole sitio en nuestra vida.
Contemplar a María es ver cómo creer es confiar, es permitir, es adherirse y entregarse. En definitiva, creer es amar. Creer es caminar en la presencia de Dios, de tal modo que siempre descubrimos en María que la fe es, al mismo tiempo, un acto y una actitud que agarra, envuelve y penetra todo lo que es la persona humana. Creer siempre nos pide confianza, fidelidad, asentimiento intelectual y adhesión emocional, nos compromete en nuestra historia entera: en nuestros criterios, actitudes, conducta e inspiración vital. A mí siempre me ha impresionado el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos, donde se hace un análisis descriptivo de la naturaleza vital de la fe en el que aparecen una serie de figuras que nos dejan asombrados. Y este asombro viene de la grandeza que tienen y que se debe, exclusivamente, a la adhesión incondicional al Dios vivo y verdadero: se repite en cada momento en la fe, por la fe, aconteció por su fe. Es desde este espectáculo impresionante, desde donde debemos ver a la Santísima Virgen María y desde donde hemos de entender su respuesta a Dios: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mi según tu palabra” (Lc 1, 38). En esta declaración está la clave para ver quién y cómo era María.
Recordar en este Año de la Fe a María tiene para nosotros una trascendencia especial, pues como comentará San Agustín: “La Virgen María dio a luz creyendo al que había concebido creyendo… Después que habló el ángel, Ella, llena de fe, concibiendo a Cristo antes en el corazón que en el seno, respondió: He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra… María creyó y en ella se cumplió lo que creyó. Creamos también nosotros para que lo que se cumplió en ella se realice también en nosotros” (San Agustín, Sermón 215, 4: PL 38, 1074). ¡Qué belleza tan grande, descubrir que la llena de gracia es también “llena de fe”! Ha creído lo increíble: que concebiría a un hijo por obra del Espíritu Santo. Por otra parte, ser madre de Jesucristo implica acompañarle en su misión, participar de su misión. A mí, personalmente, siempre me impresiona que, con María, la fe de Abraham y de todo Israel llega a su perfección, llega hasta el fondo. Porque cuando María está bajo la cruz no interviene ningún ángel que interrumpa el sacrificio de su Hijo, y es Ella la que debe restituir a Dios a su Hijo. Lo había ofrecido en el templo siendo recién nacido, pero ahora en la cruz lo entrega totalmente. Por eso, Ella se presenta como el icono de “la que ha creído”, de “la que indica el camino”. Ella es la peregrina de la fe. Este camino interior es el que nos muestra quién es María: “La bienaventurada Virgen María avanzó en la peregrinación de la fe y conservó fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz” (LG 58). El “punto de partida del itinerario de María hacia Dios” fue “el fiat mediante la fe” (RM 14).
Para el hombre de hoy, la persona de María es de gran trascendencia, muy importante y significativa. Dadas las incertidumbres en las que vivimos, ante las amenazas y peligros reales que pasamos desde que se pone en juego la vida misma, la figura de María nos permite mirar con confianza y esperanza el sentido de la existencia humana, pues Ella es el eco y la carta escrita de parte de Dios a los hombres, del sentido que tiene la existencia establecido por Jesucristo. María ha hecho la experiencia de que “para Dios nada hay imposible”. Con su fiat, María se coloca del lado del acontecimiento de la salvación de Cristo y deja espacio para que Dios actúe. Ella se ha fiado de Dios y se ha puesto a su disposición. Y Dios ha tomado posesión de su corazón y de su vida. Es, precisamente, en este marco de la Anunciación, donde hay una expresión que es clave para todos los hombres: “porque nada es imposible para Dios”. En María se manifiesta, con toda su luz, la grandeza y la dignidad del hombre. En María se da, plenamente, el misterio del encuentro entre la gracia y la libertad. La grandeza de María la reconoce su Hijo, cuando grita una mujer en medio de la gente: “Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron” (Lc 11, 27) y Él responde: “Dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la guardan” (Lc 11, 28).
El ajuar auténtico de María es la gracia. Ella es la “llena de gracia”. Esta gracia de Dios, de la que María ha sido colmada, es también una gracia de Cristo, “es la gracia de Dios dada en Cristo” (cf. 1 Co 1, 4). ¡Qué fuerza tiene contemplar en María la gran novedad de la gracia en la Nueva Alianza! San Irineo se preguntaba ¿qué novedad ha traído el Hijo de Dios al venir al mundo? Y él daba esta respuesta: “Ha traído toda novedad, dándose a sí mismo” (S. Ireneo, Contra herejías, IV, 34, 1). La gracia de Dios es el don de sí mismo, es su presencia. María, en el Magníficat, atribuye a la gracia todo lo que de extraordinario está ocurriendo. ¡Atrévete a dejar que la gracia llene tu vida! Hay un icono oriental, el de la “Toda Santa” o de la Paanaghia, que lo expresa: la Madre de Dios en pie, con los brazos elevados, en actitud de apertura y acogida; el Señor está con Ella, en forma de un niño regio, que se hace visible transparentado en el centro de su pecho. Es como si nos dijese la Virgen: ¡mirad lo que Dios hizo en mí! Con su gracia y amor, si tú dejas que ocupe tu vida, te convierte en transparencia suya en medio de los hombres.
Con gran afecto, os bendice
+ Carlos, Arzobispo de Valencia