CAMINEO.INFO -Valencia/ESPAÑA- Cuando acabamos de celebrar la fiesta de Todos los Santos y la de los Difuntos, quiero hacerte esas preguntas de fondo que, a través de la historia, se han realizado todos los hombres y que siguen teniendo un sentido fundamental en nuestra vida: ¿quién soy yo? ¿de dónde vengo y a dónde voy? ¿por qué existe el mal? ¿qué hay después de esta vida? Como nos recordaba el Beato Juan Pablo II, son preguntas éstas que tienen su origen común en la necesidad de sentido que tiene nuestra existencia. ¿Son las preguntas más urgentes que nos planteamos en este siglo XXI?
Hay que decir con toda claridad que los grandes ideales y los grandes valores, en nuestro tiempo, se han quedado convertidos en palabras que no tienen contenido en los discursos y en la propaganda. Estas preguntas sobre el sentido ¿son las que, en nuestro vivir diario hoy, mueven y motivan nuestra existencia? Hay que decir con toda claridad que no. Porque el sentido de la vida en nuestro siglo se sitúa en unos niveles muy materiales y prácticos: sustento personal, poder económico, placer que se pueda vivir en los tiempos de ocio, un trabajo bien hecho, cultivo de la cultura, agudizar el ingenio para sobrevivir… Son, como vemos, modos de dar sentido a la vida que no van más allá de lo que uno puede ver con sus propios ojos; por tanto, formas de sentido fragmentarias, parciales y particulares. ¿Qué hacer en estos momentos para volver a proponer los grandes ideales y los grandes valores? ¿Qué hacer para ir a la búsqueda de sentido?
Hoy hay que introducir en la existencia preguntas de fondo, lugares donde se propicie llegar hasta el fondo de uno mismo, momentos en los que necesariamente las grandes cuestiones de la vida se sientan, circunstancias, espacios de reflexión, que alcancen de tal manera el corazón humano, que le hagan sentir al hombre la necesidad de dar respuesta en sus vidas a cuestiones tan importantes como son: el hombre en sí mismo, su vida, su felicidad, el bien, el mal, el misterio… Y es que hay que creer que el ser humano es estructuralmente religioso, es constitutivamente espíritu y libertad, está constitutivamente abierto a la trascendencia, abierto a la Verdad, al Bien. ¡Qué fuerza tiene cómo la fe cristiana interpreta la búsqueda y la insatisfacción constante como “sed de Dios”, deseo o huella que Dios puso en su existencia para que permanezca abierto a Él y, como decía San Juan de la Cruz, “no se satisfaga con menos que Dios” o, también como decía San Agustín, permanezca “inquieto hasta que descanse en Él”!
Cuando te estoy hablando de la búsqueda de sentido de la vida, necesariamente tengo que recordar aquel pasaje del Evangelio en que un joven se pone en diálogo con Jesús ante la necesidad que tiene de eso mismo, buscar sentido a su vida. Y digo que necesariamente tengo que recordar ese pasaje, porque hoy la cuestión de sentido de la vida está en la incapacidad que tiene nuestra cultura para ir hasta el fondo de la persona. Jesús quiere llegar hasta el fondo de la persona. Y lo realiza precisamente con un joven que es rico en bienes y rico por la edad que tiene. Tiene doble riqueza, pero Jesús quiere hacerle caer en la cuenta de que nada de lo que tiene puede hacerle llegar hasta el fondo de su ser. A la pregunta: “Maestro bueno, ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?” Jesús responde con otra pregunta: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios”. Y continúa diciendo: “Ya sabes los mandamientos: no matarás, no adulterarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, no defraudarás, honra a tu padre y a tu madre” (cf. Mc 10, 17-19). Hay dos cuestiones que deseo destacar en la respuesta de Jesús: por una parte le remite a Dios, solamente Dios puede dar respuesta a los grandes interrogantes del ser humano y, también, solamente hay uno bueno y ese es Dios; y, por otra parte, le recuerda algunos de los mandamientos del Decálogo que están inscritos en corazón del ser humano y que le marcan una dirección en su caminar para dar sentido a su existencia.
Pero hay algo que es muy importante, y es que la conversación no termina ahí. El joven afirma: “Maestro, todo esto lo he guardado desde mi juventud”. Entonces, “Jesús, poniendo en él los ojos, le amó y le dijo: Una sola cosa te falta: vete, vende cuanto tienes y dalo a los pobres y, tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme” (cf. Mc 10, 20-21). Desde ese instante en que Jesús puso sobre él su mirada y lo amó, cambia el clima del encuentro. Al joven, nos dice el Evangelio, le sucedió algo impresionante, “se nubló su semblante y se fue triste, porque tenía mucha hacienda” (cf. Mc 10 22). ¡Qué hondura tienen estas palabras! El joven del Evangelio se encuentra en esa fase existencial en que se delinea el perfil y la forma de riqueza que tiene que tener el ser humano. Es la riqueza de descubrir y, a la vez, de programar, de elegir, de prever y de asumir como algo propio las decisiones que uno tiene que tomar en la vida y que son de una importancia fundamental para el futuro de la existencia. Por ello, la “mucha hacienda”, hay que entenderlo en el doble sentido: de bienes externos y de bienes que son propios de la riqueza misma que es la juventud. Y, en este caso, habría que entenderlo más en el último sentido. En el fondo al joven, Jesús le dispone para que se haga esta pregunta, ¿qué sentido tiene que tener mi vida? ¿Dónde está mi felicidad? ¿Dónde está mi futuro?
¿Es que la riqueza, que es la juventud, es lo que ha alejado al joven de Cristo? De ninguna manera. Lo que le ha alejado han sido las riquezas exteriores. Fueron precisamente las riquezas interiores, las que nacían de su juventud, las que le acercaron a Jesucristo, las que le hicieron tomar la decisión de preguntarle, “¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna? ¿Qué he de hacer para que mi vida tenga pleno valor y pleno sentido? Y fueron las riquezas externas las que le impidieron entrar dentro de sí mismo y no poder responder como San Juan de la Cruz: “no se satisfaga con menos que Dios”. Decidió satisfacerse con otras cosas que, ciertamente, nunca llenan la vida.
La respuesta de Jesucristo al joven, “nadie es bueno sino sólo Dios”, quiere decir que sólo Dios es el último fundamento de todos los valores; que sólo Él da sentido definitivo a nuestra existencia humana. En Dios y sólo en Dios todos los valores tienen su primera fuente y su cumplimiento final. Sin el Dios que se nos ha revelado en Jesucristo todo queda como suspendido en un vacío absoluto, todo pierde transparencia y expresividad, el mal se presenta como bien y el bien es descartado. La pregunta sobre el sentido de la vida brota de lo más profundo de las riquezas del ser humano y de sus inquietudes y va unido al proyecto de vida que cada ser humano debe asumir y realizar. La respuesta de Cristo, “sólo Dios es bueno”, es lo mismo que decir: sólo Dios es amor. Como nos dice el prólogo de San Juan, “vino la luz al mundo” y solamente esta luz puede darnos pleno sentido a la vida. La cultura de hoy quiere escamotear esta pregunta, pero tú sitúate al lado de Jesucristo, deja que Él te pregunte y te interrogue.
Con gran afecto, te bendice
+ Carlos, Arzobispo de Valencia