CAMINEO.INFO -Valencia/ESPAÑA- El Papa Benedicto XVI nos acaba de regalar un mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, que celebramos el día 1 de enero de 2011, y que lleva este título: “La libertad religiosa, camino para la paz”. Es cierto, como nos dice el Papa, que hay ataques a la libertad religiosa: la persecución, la discriminación, la marginación de la vida pública de la que son objeto los cristianos... Preocupa por todo lo que significa de falta de paz. Al menos en noventa países del mundo, entre ellos algunos de Europa, están presentes estas realidades de falta de libertad religiosa y, por tanto, de falta de paz, de formas muy diferentes. ¡Qué tremendo es que más de doscientos millones de fieles cristianos se encuentren en situación de dificultad a causa de las instituciones, de los contextos legales y culturales que los discriminan! ¿Es que se va a imponer el renegar de Dios para poder gozar de los propios derechos?
En este contexto del mensaje del Papa, quiero recordar algo que me parece imprescindible para lograr la paz, una aspiración suprema de toda la humanidad a través de todos los tiempos. La paz no puede conseguirse ni consolidarse si es que no se respeta el orden establecido por Dios. ¡Qué belleza adquiere esta vida, cuando recordamos cómo Dios creó al hombre a su imagen y semejanza! ¡Qué fuerza tiene el saber que Dios, al crear al hombre, le dotó de inteligencia y libertad y le constituyó señor del universo! “Has hecho al hombre poco menor que los ángeles, le has coronado de gloria y de honor. Le diste el señorío sobre las obras de tus manos. Todo lo has puesto debajo de sus pies” (Sal 8, 5-6). Por eso, resulta sorprendente el contraste que existe entre lo que Dios hizo y el desorden que reina entre los individuos y los pueblos. Uno tiene la tentación de pensar que las relaciones entre los hombres y entre los pueblos no pudieran regirse más que por la fuerza.
Pero esto no es así. En lo más íntimo del ser humano, Dios ha impreso un orden que la conciencia humana descubre y manda observar de una manera estricta. Recordemos unas palabras del Apóstol San Pablo: “Los hombres muestran que los preceptos de la ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia” (Rom 2, 15). En el desarrollo de los derechos del hombre hay una observación inmediata: el ser humano tiene derecho a la existencia y a un decoroso nivel de vida, tiene derechos a la buena fama, a la verdad y a la cultura, tiene derechos familiares, económicos, a la propiedad privada, a reunirse y asociarse, a la residencia y a la emigración, a intervenir en la vida pública, a la seguridad jurídica, es decir, a la defensa legítima de sus propios derechos... y tiene derecho al culto divino.
En este último es en el que me quiero detener por unos momentos, el derecho al culto divino. Y deseo detenerme porque, como nos explica el Papa Benedicto XVI, es un derecho que se pone en cuestión en nuestro mundo. Es necesario afirmar, contundentemente, que entre los derechos del hombre está el de poder venerar a Dios, según la recta norma de su conciencia y profesar la religión en privado y en público. Y hoy, en muchos lugares, esto se pone en cuestión o se limita de diversas maneras. Lo decía ya, hace más de cien años, el Papa León XIII: “Esta libertad, la libertad verdadera, digna de los hijos de Dios, que protege tan gloriosamente la dignidad de la persona humana, está por encima de toda violencia y de toda opresión y ha sido siempre el objeto de los deseos y del amor de la Iglesia. Esta es la libertad que reivindicaron constantemente para sí los apóstoles, la que confirmaron con sus escritos apologistas, la que consagraron con su sangre los innumerables mártires cristianos” (León XIII, Libertas praestantissimun: AL 8,237-238 -Roma 1888-).
Hay unos elementos fundamentales para la convivencia humana, como son la verdad, la justicia el amor y la libertad. Para los cristianos, tienen rostro, están descritos en la persona de Jesucristo, han tomado carne en Jesucristo. Sabemos muy bien que sin estos fundamentos no existe convivencia humana. En ese sentido, los cristianos entregamos fundamentos para la convivencia. Ya el Apóstol San Pablo nos lo recuerda: “Despojándoos de la mentira, hable cada uno verdad con su prójimo, pues todos somos miembros unos de otros” (Ef 4, 25). Podríamos afirmar que una comunidad humana será tal cuando todos los que la componen, bajo la guía de la justicia, respeten los derechos ajenos y cumplan sus propias obligaciones; cuando estén movidos por el amor, de tal modo que sientan como suyas las necesidades del prójimo y hagan a los demás partícipes de sus bienes: cuando se haga posible que se dé un intercambio universal de los valores más excelentes del espíritu humano, entre los cuales está la dimensión trascendente.
El lema de la Jornada Mundial de la Paz es muy sugerente. Entre otras cosas, nos recuerda y nos trae a la memoria que la sociedad humana tiene que ser considerada, ante todo, como una realidad de orden principalmente espiritual, donde la dimensión trascendente tiene una particular importancia y no se tapa o disimula. La libertad religiosa tiene que impulsar a los hombres, iluminados por la verdad, a comunicarse entre sí los más diversos conocimientos; a defender sus derechos y a cumplir sus deberes; a desear los bienes del espíritu; a disfrutar del justo placer de la belleza en todas sus manifestaciones; a inclinarse a compartir con los demás lo mejor de sí mismos, a asimilar los bienes espirituales del prójimo. Cuando hay libertad religiosa hay progreso y verdadero desarrollo Y es que Dios impregna las manifestaciones de la cultura, de la economía, de la convivencia social, del progreso y del orden político, del ordenamiento jurídico y de cuantos elementos constituyen la expresión externa de la comunidad humana en su desarrollo. Seamos defensores de un derecho fundamental del ser humano como es la libertad religiosa.
Con gran afecto, os bendice
+ Carlos, Arzobispo de Valencia