CAMINEO.INFO.- Si el ejercicio de sinceridad se ha hecho bien, la oración nos lleva al siguiente paso, que es experimentar dolor, porque las cosas hayan ido de aquella manera.
"Contra ti, contra ti solo pequé, he cometido la maldad que aborreces. En la sentencia tendrás razón. En el juicio resultarás inocente..." (v. 4)
Aquí tenemos que contar con la sensibilidad espiritual. ¿Es una dificultad? No podemos decir que hoy no haya sensibilidad. Al contrario, nuestra cultura es hipersensible: bien lo saben los técnicos de la propaganda y los políticos. Si padecemos de alguna carencia, es de racionalidad, equilibrio y buen sentido, pero no de sensibilidad. El problema radica en la causa que despierta nuestra sensibilidad. Lo que más nos afecta es el sufrimiento propio, del cual huimos como del fuego. Después el sufrimiento ajeno, sobre todo si pensamos que los responsables son los otros.
Pero el Salmo 50 nos recuerda que la parte herida es exactamente Dios. La sensibilidad del salmista se despierta por el sufrimiento de Dios. Él es el primer ofendido y ultrajado. Y si alguien piensa que no podemos herir a Dios, que recuerde cómo el Dios cristiano, el Dios de Jesucristo, por la Encarnación, se ha dejado herir en la humanidad concreta maltrecha. Primero en su humanidad, la de su Hijo, después en la humanidad de cualquiera que sufre. Más aún. La sensibilidad espiritual sana y profunda se despierta y se alimenta de un hecho decisivo: nuestro Dios asumió la humanidad para amarnos "humanamente", y el resultado ha sido que precisamente en esta humanidad ha sido ofendido, herido, maltratado y asesinado por nosotros.
El dolor más profundo sobreviene cuando la mirada de San Pedro, hasta entonces inquieto, pero convencido de que todo lo hace bien, se cruza con la mirada humana de Jesús maltratado y ultrajado (Lc 22,61). Entonces el fondo del pecado se descubre como una traición: los ojos que no cesaban de amar encuentran los ojos ariscos, que no son capaces de sostener la mirada sin avergonzarse y llorar.
Pero las lágrimas nunca son, para el cristiano, el punto final. Al contrario, sólo significan el paso a la plegaria humilde y esperanzada, que pide perdón. Una plegaria, que no dice inmediatamente, "corregiré mi conducta", "lo haré bien"..., sino que tiene el tono de la petición de un enfermo, cuando se siente incapaz de curarse a sí mismo y confía en la habilidad del médico. ¡Tantas veces hemos intentado superar nuestros defectos y hemos fracasado...! Tal vez nos olvidemos de pedirlo al médico supremo.
"Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve. Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mi toda culpa." (vv. 7-9)
He aquí una paradoja admirable, que a los Santos Padres les gustaba recordar. Como decían San Atanasio, San Cirilo de Alejandría y otros, la medicina que limpia es la sangre de Cristo, como la sangre del cordero sacrificado, que Moisés aspergía sobre el pueblo... La medicina que nos limpia y nos cura es la misma sangre de Cristo, que brota de las heridas provocadas por nuestros pecados. No nos cura la herida o la sangre, sino el amor que Cristo ha puesto en ellas. Y así oramos: haznos pasar del rojo sanador de la sangre, al blanco puro y limpio de la nieve, hasta los cantos y gritos de fiesta. La alegría siempre en el horizonte.