Poner a prueba consiste en someter algo a una situación difícil, para
que ponga de manifiesto su capacidad y fortaleza. Así se suele hacer
con materiales, instituciones, incluso personas en la profesión, etc. El
tiempo de Cuaresma nos sirve para crecer y madurar, precisamente porque
evocamos, revivimos, las pruebas que nos permiten hallar, darse cuenta,
reconocer, lo que hay realmente en nuestro corazón; desde aquí avanzar y
crecer en el Espíritu. Ya lo dijo Yahvé al Pueblo de Israel: “Te hice
pasar por el desierto para saber qué había en tu corazón” (Dt 8,2)
Toda
la Iglesia y todos en la Iglesia hemos de crecer atravesando pruebas,
algunas comunes a todos y otras más propias de un estado o carisma. Así,
ya que estamos centrados en el laicado y los grandes retos que tiene
hoy planteados, reconocemos esas pruebas que han de atravesar los
cristianos laicos por su particular condición de vivir la propia fe,
como miembros de la Iglesia e insertos en el mundo.
San Pablo VI,
cuando aun era Mns. Juan Bautista Montini mantuvo una rica conversación
(una de tantas) con su amigo el filósofo Jean Guitton, cristiano laico
muy consciente de su misión en el mundo de la cultura y también de la
política. El cardenal le hizo observar:
“Su prueba de laico, hay
que sentirla; yo diría incluso que hay que sufrirla. No hay solución
fácil para lo que es por naturaleza difícil. Cuando hay que estar
dividido, hay que soportar por amor el estar dividido…”
Alude a las tensiones ideológicas en el mundo y en la Iglesia, para acabar subrayando:
“No
tenga miedo por no sentirse cómodo en este mundo. Nada es cómodo en
este lugar de paso… Tarea de los filósofos cristianos y de los laicos:
evitar que las verdades de fe se conviertan en (meros) símbolos de
realidades humanas.”
No pretendemos que se capte el valor y la
profundidad de estas palabras. Solo deseamos subrayar un aspecto de este
mensaje que incide necesariamente en la vida del laico que busca ser
sincero y consecuente con su fe en medio del mundo y miembro de la
Iglesia. ¿No decimos que en la Iglesia, especialmente los laicos, han de
amar el mundo? Es lógico que a veces uno se sienta identificado con él.
Pero también en otras muchas ocasiones, sufre la distancia, lo que ve
como errores del mundo, y se siente indignado o profeta crítico. ¿Por
qué tantas veces el cristiano no “está cómodo” en el mundo?; ¿por qué
incluso, aunque sea de naturaleza diferente, se queja de la Iglesia?
Como
en tantas otras ocasiones, vivir esta tensión está lejos de constituir
un signo de falta de autenticidad del laico. Al contrario, demuestra que
vive una cosa que experimenta todo verdadero discípulo de Cristo: vivir
a fondo en el mundo, compartiendo sus alegrías, sufriendo sus faltas, y
resucitando constantemente en esperanza.
Esto no es una fórmula
que, aplicada de una vez por todas, se tiene asumida, como adquirida, en
el bautismo o en un acto de fe y conversión gozosa. Si se nos permite
esta comparación, diremos que, puesto que la crisis es crónica, a modo
se enfermedad, siempre será necesaria la medicina. La medicina se toma
como prueba, que, asumida humildemente, nos permite crecer, madurar,
avanzar en el camino apasionante en el seguimiento libre y responsable
de Cristo.