CAMINEO.INFO.- Si el amor resucitado no nos sale espontáneamente, tendrá que ser fruto de un don y de un aprendizaje.
Eso mismo es lo que seguramente pensaba Jesús cuando trataba de hacer entender a los discípulos qué quiere decir “amar” (Mt 5,43-48). Como buen pedagogo acentuaba el contraste y ponía ejemplos de gestos cotidianos: reacción ante el enemigo que nos critica o persigue, los amigos que sí corresponden, el saludo entre los familiares..., son todos casos en los que actuamos según nuestros afectos más naturales. Entonces añadía: “Pero yo os digo...” Y con esta expresión quería dar a entender que nos llamaba a ir más allá. Éste “más allá” tenía un límite sin límite: “la perfección de Dios Padre, que hace salir el sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos e injustos”, es decir, ir hasta alcanzar la perfección del amor.
Esta superación de lo que nos sale espontáneamente tiene consecuencias muy importantes para la vida. Pongamos por caso la cuestión que preocupa a tantos padres y que quitaría el sueño a muchos más, si la lucidez y la responsabilidad fuesen virtudes más comunes: la vida sexual de los adolescentes y de los jóvenes. Según las estadísticas, junto a la subida de la frecuencia de relaciones sexuales completas, sabemos que la media de edad en la cual se tienen las primeras experiencias de este tipo ha bajado considerablemente: quizá entre los 14 y 16 años. Imaginemos que asistimos a una conversación entre una madre y su hijo sobre el particular. La madre puede decir: “Eso que dices de hacer el amor con una amiga no está nada bien”. Pero el hijo respondería: “¿Por qué no está bien? No hacemos ningún mal: ¿si ella quiere y yo quiero?”. “No está bien –dirá la madre– porque después la dejas o te deja, y ¿qué?”. “No pasa nada, tenemos ganas de hacerlo y tanto a ella como a mi no nos importaría que eso pasase”, puede responder el hijo con toda naturalidad. Entonces la madre se daría cuenta de que el sexo, para su hijo, no es otra cosa que pasarlo bien un rato, siempre y cuando los dos estén de acuerdo: lo ha podido leer, además, en un folleto de la Generalitat para la educación de la afectividad de los adolescentes y tal vez así lo ha explicado el profesor en clase de Educación para la Ciudadanía. “No creo –diría a su hijo convencida de su argumento– que debáis practicar el sexo sin amaros”. Pero el hijo aún puede responder: “Sí que nos amamos, nos gustamos el uno al otro, tal vez estamos enamorados”. La madre pensaría, seguramente sin atreverse a decírselo, por miedo a ofender a su hijo y molestarle demasiado: “Según tus palabras, ¡qué lejos estás de saber y poder amar de verdad...!”.
Así pues, tres tareas, todas ellas indispensables y, al mismo tiempo, difíciles:
- Humanizar nuestros impulsos y afectos, como por ejemplo la sexualidad, viviéndolos desde el amor.
- Saber qué significa verdaderamente amar y querer ajustar la vida a sus exigencias.
- Decidir y actuar efectivamente, sin impaciencias, pero con gestos concretos, esta forma de amar.
Aquella conversación de madre e hijo es verosímil. Pero sería deseable que evitásemos expresiones como “no está bien” o “eso no se hace”, como dando a entender que “no está bien visto”: podría ser que la mayoría lo hiciera y lo viese bien... En cambio, con mayoría o sin ella, a lo que no podemos renunciar es al amor resucitado como fuente absoluta de verdad y de sentido de todos nuestros afectos. No exigimos su perfección, pero sí, al menos, querer caminar.
