CAMINEO.INFO.- El deseo de que nuestros jóvenes, no sólo sean sinceros, sino que también sean “verdaderos”, nos abre la gran cuestión que inquieta a tantos de padres creyentes y que desconcierta a tantos de evangelizadores. La pregunta en conversaciones entre adultos es constante: ¿Por qué nuestros hijos no creen? ¿Por qué algunos de nuestros jóvenes creen, pero creen “a su manera”, sin implicarse demasiado en los compromisos eclesiales?
La cuestión es más punzante, cuando los padres ven que ya no funciona el argumento que se usaba en su juventud: “si la Iglesia cambia las formas, el lenguaje, el estilo, y se hace joven, habrá jóvenes en la Iglesia”. La gran mayoría de los padres que se plantean esta cuestión ya han vivido una Iglesia renovada, donde se puede encontrar todo tipo de grupos, comunidades, liturgias, estilos; generalmente en su proceso de formación han disfrutado de una experiencia verdaderamente positiva de Iglesia y, lo que es más sorpresivo, sus propios hijos también la han tenido, de niños, muy lejos de la experiencia de Iglesia que ellos vivieron de pequeños... Algunos pueden argumentar que todavía hacen falta más cambios, según la sensibilidad de los propios jóvenes. Pero vemos que allí donde los jóvenes hoy tienen la capacidad de innovar con libertad, tampoco se puede decir que haya muchos creyentes...
Gracias a Dios hay una buena cantidad de jóvenes creyentes. La Jornada Mundial de La Juventud será un buen testimonio de ello. Pero, ¿qué es lo que hace que un joven crea en Jesucristo? Una respuesta rápida y evidente es: “la gracia de Dios”. De hecho, tantas veces nos sorprende la fe de un joven que cree, a pesar de haber tenido todas las circunstancias en contra. Aun así, siempre se dan algunos rasgos característicos en el joven creyente: la alegría serena, la confesión de fe, la experiencia de oración, el fuerte sentido comunitario, la generosidad en el servicio, la radicalidad en el compromiso... Y, además, también podemos señalar algunas circunstancias que favorecen la fe de los jóvenes, como por ejemplo, unas formas y un ambiente juvenil, una vivencia muy positiva de la fe, la propuesta de vida cerca de los ideales y con una cierta radicalidad, el cultivo intenso del afecto, la disponibilidad de un cierto margen de libertad, la recepción de un verdadero testimonio de vida cristiana concreta...
Aún así, sabemos que la característica más clara del joven creyente (que por otro lado, se da muchas veces sin todo este conjunto de circunstancias) es que ha dado un paso decisivo. Para decirlo con unas sencillas metáforas: ha elegido el sol, prefiriéndolo a la luna; o el océano, prefiriéndolo al lago; o la presencia del amigo, prefiriéndola a una carta suya; el tesoro real, prefiriéndolo a su descripción o su ilusión; el día, prefiriéndolo por la noche o al alba; la realidad, prefiriéndola a la promesa... En definitiva, el joven creyente
- Ha captado los límites (el vacío) de todo aquello que tiene normalmente a su alcance. A veces, habiendo sido decepcionado por la realidad misma.
- Pero siempre, habiendo encontrado, en contraste, aquello más consistente: una nueva realidad le ha sido dada desde fuera y que recibe con sorpresa y agradecimiento.
- Ante esta nueva realidad todo lo otro pierde su brillo, como cuando la luz del sol suplanta, durante el día, la de las estrellas y la luna.
Con buena voluntad hemos intentado sintonizar con los jóvenes, subrayando la bondad de lo que hacen, lo que es propio de su “cultura”. Pero si no son conscientes también de sus límites, nunca encontrarán a Dios. Si lo encontraran recuperarían su cultura joven. Menos mal que ellos son, como dice Benedicto XVI, “una ventana abierta al infinito”.