CAMINEO.INFO.- Si decimos que la casa está llena de humanidad, si es como la prolongación de la vida humana de quienes la habitan, entonces el edificio material tendrá que responder a desafíos parecidos a los que las personas se tienen que plantear en su vida. Así, si uno de los retos más importantes que tiene que afrontar toda persona humana es conjugar correctamente su exterioridad y su interioridad, una buena casa tendrá que integrar bien lo que es íntimo suyo y lo que se abre a los demás. Un reto que aún es mayor, tratándose de una casa destinada a la comunidad de los cristianos.
El pueblo de los cristianos, la Iglesia, por definición, es una comunidad abierta. Una de sus notas esenciales, tal y como proclamamos en el “Credo”, es precisamente la “catolicidad”. “Católica” quiere decir, universal, en el sentido de que no se identifica o limita a un tipo de persona, a un pueblo, a una nación, a una cultura, a una raza, sino que está abierta a todos. En este sentido, nuestra Casa de la Iglesia debe ser también “católica”. Una casa católica tiene que caracterizarse por la apertura física y la accesibilidad, o sea, por tener un acceso fácil para todo el mundo. Una casa, por tanto, donde se practique la virtud de la hospitalidad.
A la vez la comunidad de los cristianos, la Iglesia, es también por definición “Una”, es un comunión, basada en una misma fe y un mismo amor compartidos. Lo común compartido constituye su identidad. Cuando lo común es compartido en su interior, se experimenta lo que podemos denominar, en términos de espacio físico habitado, “la intimidad de un hogar”. La Iglesia no es católica y abierta porque esté vacía y, por tanto, quepan en ella todo tipo de criterios de vida o de maneras de vivir, sino porque acoge en su intimidad a todo aquel que, sin perder nada de lo que es humanamente, se incorpore a la comunión de fe y de amor.
El Libro de los Hechos de los Apóstoles narra una escena sencilla, pero bella y significativa. La fe, la primera comunidad de hermanos cristianos en toda Europa, comenzó en una casa de Filipos: una mujer, Lidia, convertida del paganismo escuchando la palabra de San Pablo, invitó a su casa al apóstol y sus compañeros:
“Un vez bautizados ella y su familia, nos rogó: - Si me tenéis por fiel al Señor, venid a mi casa y quedaos. Y nos obligó a ir”. (Hch 16,15)
Lo más interesante es esta insistencia de la mujer, “nos obligó a ir”: obedece a un sentimiento que tal vez ella misma no sabría formular. Ella quería que los evangelizadores entrasen en la intimidad de su familia, en su casa, porque ahora la intimidad era la misma fe y el mismo amor compartidos (“si me tenéis por fiel al Señor”).
- El lugar abierto sin prejuicios ni privilegios (tal vez los más pobres...)
- El lugar que ofrece, para compartirlo, el propio tesoro, el don de la fe.
- El lugar donde tiene que regir la ley del amor, que siendo bien concreto, a la vez se difunde en gratuidad.
La Iglesia es una intimidad abierta. Quien desee entra ha de hacer un cierto camino. Quien, caminando, llega a su corazón, siente dentro de sí la fuerza para amar abiertamente a todo el mundo.