Vamos avanzando en el
camino cuaresmal, haciendo experiencia de restricciones y limitaciones
en los más diversos ámbitos de nuestro día a día desde hace más de un
año. Comprobamos cómo se hacen presentes las dificultades, los
sufrimientos y las pruebas en nuestra vida de seres humanos y de
creyentes. Además, somos conscientes de que hoy la fe debe afrontar, más
que en el pasado, cuestionamientos que provienen especialmente de una
mentalidad cientificista según la cual las únicas respuestas válidas son
las que provienen de la ciencia empírica. Por ello, experimentamos que
nuestra fe es puesta a prueba de diferentes modos, como fue puesto a
prueba Abraham, a quien hoy la Palabra de Dios nos presenta como
modelo.
Dios puso a prueba la fe de Abraham de la manera más
inesperada. Le pide que sacrifique a Isaac, su único hijo, el hijo de
las promesas. De hecho ya había sido probado en otras ocasiones: cuando
se le mandó abandonar su tierra y su familia; cuando se le anunció que
tendría un hijo de su mujer, Sara, a pesar de ser ambos de edad
avanzada; pero nunca se le había pedido tanto como ahora. Si antes se le
exigió renunciar a su pasado, abandonar su tierra y su familia, salir
en busca de la tierra prometida, ahora se le exige renunciar a su
futuro. Ciertamente, resulta difícil de entender cómo podrán cumplirse
las promesas de llegar a ser padre de un pueblo numeroso si ha de
sacrificar a su único hijo.
Sin embargo, él no duda ni siquiera un
instante y, después de preparar lo necesario, parte con Isaac hacia el
lugar establecido. Construye un altar, coloca la leña y, después de atar
al muchacho, se dispone a inmolarlo. Abraham se fía de Dios hasta el
punto de que está dispuesto incluso a sacrificar a su propio hijo y, con
él, su futuro, porque sin ese hijo las promesas de Dios no servirían de
nada, todo acabaría en la nada. Además, sacrificando a su hijo se
sacrifica a sí mismo, sus esperanzas, todo su futuro. Es realmente un
acto de fe muy profundo. Llegado el momento, lo detiene una orden de lo
alto, porque Dios no quiere la muerte, sino la vida. De este modo, la
obediencia de Abrahán se convertirá en fuente de una inmensa bendición.
La
intervención divina en el momento oportuno descubre una segunda
intención en este relato bíblico. Es la señal de que Dios desaprueba los
sacrificios humanos. Nos queda lejano el contexto histórico y
religioso, aquel tiempo en que ofrecer vidas humanas podía ser un
requisito para dar culto a la divinidad. Pero más luminosa se vuelve
esta señal, cuando descubrimos que el relato del sacrificio de Isaac
tiene una intención clarificadora: Dios quiere que el hombre esté
dispuesto a los mayores sacrificios y no se reserve nada cuando es él
quien se lo pide. Ahora bien, la amistad con Dios no busca sacrificios
humanos, sino que le ofrezcamos lo que mejor tenemos: la capacidad de
amar y construir un espacio de amor, guiados por el Señor, Dios
misericordioso. No es la destrucción del ser humano lo que quiere Dios,
sino su salvación, aunque ello conlleve no pocos sacrificios.
A lo
largo de nuestra vida no faltarán pruebas, oscuridades, sufrimientos,
contradicciones. Abraham nos da ejemplo de una confianza total en Dios. Y
la clave está en el abandono total en la providencia del Señor, que, en
medio de las vicisitudes del mundo presente, no nos abandona, sino que
permanece a nuestro lado. Dios no quería la muerte del hijo, buscaba la
fe del padre: «Dios proveerá», y sorprendentemente experimentó la bondad
del Señor, que salvó al niño, premió su fe, y los colmó de bendiciones.
También nosotros, en este tiempo de cuaresma, somos invitados a tener
confianza, especialmente cuando nuestra fe sea puesta a prueba.