En el Antiguo Testamento la vida de todo judío estaba marcada por la peregrinación y tenía en la figura de Abraham el prototipo del hombre en camino. La Biblia nos habla de la peregrinación en el Salmo 122: "Que alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor. Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén". Jesús peregrinaba cada año a Jerusalén, siguiendo las costumbres judías. De hecho podemos decir que la peregrinación define no sólo la existencia del creyente, sino la misma existencia humana. Gabriel Marcel, filósofo personalista cristiano, en su obra Homo Viator (el hombre que hace camino), recopila distintos textos y ensayos que escribió principalmente durante la ocupación nazi de Francia. El libro está impregnado por la esperanza de la futura liberación y refleja su pensamiento, según el cual el ser humano está siempre en camino, en itinerancia constante, como un peregrino, que va por el mundo con conciencia de provisionalidad, como despidiéndose siempre.
Este caminar no es algo incoherente y sin sentido sino que está profundamente relacionado con la trascendencia y el más allá. Por eso el creyente recorre su camino consciente de que realiza una peregrinación hacia el encuentro definitivo con el Padre. En numerosas ocasiones el papa Francisco se ha referido a esta condición del ser humano. En su exhortación Evangelii Gaudium escribió que todo cristiano debería llevar consigo la "dinámica del éxodo" (EG 21), salir de sí mismo y caminar para ir siempre más allá de toda etapa alcanzada. Dice incluso que "la intimidad de la Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante", indicando así que la comunión con él es un camino permanente que no debe provocar miedo ni producir cansancio.
Una de las actitudes fundamentales del homo viator, del peregrino, es la desinstalación y el desprendimiento de todo aquello que no es esencial para el camino. Abraham salió de su tierra, de su pueblo y de la casa de su padre, para ir al lugar que Dios tenía que mostrarle. Eso significa peregrinar en fe y esperanza. El camino del éxodo del pueblo de Israel hacia la tierra prometida, refleja también la espiritualidad de la peregrinación, porque el peregrino es consciente de que en este mundo no tenemos una morada estable y definitiva, y más allá de lo visible y pasajero, nos dirigimos a través del desierto de la vida hacia el Cielo, hacia la Tierra prometida.
El Santo Padre nos exhorta a que la peregrinación sea estímulo y ocasión para una sincera conversión. Que al atravesar la Puerta Santa nos dejemos abrazar por la misericordia de Dios y nos comprometamos a ser misericordiosos con los demás como el Padre lo es con nosotros (cf. MV.14). Conversión significa volver la mirada a Dios y a los hermanos. Significa también elevar la mirada más allá de los intereses personales y de las posesiones materiales. Si experimentamos de verdad la misericordia de Dios, si nos dejamos llenar por su amor, seguro que podremos desprendernos de muchas cosas para compartirlas con los demás, y al disminuir el peso de la mochila, avanzaremos más libres y ligeros por el camino de la vida.
Pongámonos, pues, en camino en este Año Santo de la Misericordia según las posibilidades y el proyecto de cada uno. Tomemos a Jesús como compañero de viaje de nuestra ruta. El paradigma –el modelo- de esta peregrinación es el encuentro de Jesús resucitado con los dos discípulos que se dirigían al pueblo de Emaús, como lo narra el Evangelio de san Lucas. Así comprenderemos que la peregrinación cristiana es siempre un camino hecho en compañía del Resucitado. La peregrinación culmina, en este mundo, en el encuentro con Cristo en la Eucaristía y, en el otro, en la vida eterna en la Jerusalén celestial.