Ha pasado el 1 de mayo, la Fiesta del Trabajo. En la estela de esta fecha de tanta significación social deseo proponer alguna reflexión sobre un problema desgraciadamente creciente: el paro y en especial el paro juvenil. Los más de cinco millones de parados de nuestro país constituyen un drama capaz de quitar el sueño. Pero hay otra cifra si cabe más alarmante: que entre los jóvenes el paro alcanza el 50 por ciento. Enla VisitaPastoralque vamos haciendo a diferentes comunidades y obras cristianas de nuestra diócesis, he podido escuchar de labios de no pocos padres y madres su angustia por el hecho de tener en casa a sus hijos en edad laboral, y que se encuentran en la situación que ha sido calificada como los “ni ni”; es decir aquellos jóvenes que “ni estudian ni trabajan”.
Mucho cabe decir de las consecuencias negativas de esta situación, tanto en el orden psicológico como humano y espiritual. Benedicto XVI lo reconoce claramente en su encíclica social –Charitas in veritate-, al decir que “cuando la incertidumbre en las condiciones de trabajo a causa de la movilidad y la desregulación se hace endémica, surgen formas de inestabilidad psicológica, de dificultad para crear caminos propios coherentes en la vida, incluido el del matrimonio. Como consecuencia, se producen situaciones de deterioro humano y de desperdicio social”.
Lo primero –es decir, el paro juvenil- nos ha de preocupar mucho, si realmente creemos que la persona humana ha de tener el primado en el mundo de la economía y de las relaciones laborales, lo cual es uno de los principios fundamentales de la doctrina social cristiana. Pero junto a las consecuencias negativas del paro juvenil en la estabilidad y madurez personal, existe también la consecuencia del desperdicio social. Por esto, algunos observadores no han dudado en preguntarse si estamos ante una “generación perdida” en el sentido de que no se le ofrecen las condiciones para poder dar a la sociedad aquellos frutos que cabría esperar de la formación que han recibido, a menudo con mucho esfuerzo de sus padres.
Yo me atrevo a decir que no, que no estamos ante una generación perdida. Ahora bien, es urgente encontrar soluciones. Soy muy consciente de que una cosa es plantear el problema y otra –y muy distinta- es poder resolverlo. Como obispo, me animo a pedir a nuestros empresarios y a todas las personas y entidades que puedan colaborar en el empeño, algo que, por otro lado, se les ha solicitado también desde las diferentes instancias de la sociedad: ante una situación de tanta gravedad, es preciso aplicar el ingenio, la creatividad, sumar todos los esfuerzos posibles, aunque puedan parecer pequeños, y paliar la probable frustración de buena parte de una generación que, por otra parte, está muy preparada cultural y técnicamente.
Como Iglesia, también tenemos una tarea a realizar en este sentido. Cáritas está trabajando, en la medida de sus posibilidades, con el programa “Jóvenes en paro” que ofrece a las personas con dificultades sociolaborales unos recursos para poder inserirse en el mundo laboral. Para conseguir este objetivo realizan unos itinerarios de inserción laboral personalizados y adaptados a las diferentes necesidades: orientación laboral y espacios de búsqueda de trabajo, formación ocupacional, mediación laboral con las empresas y bolsa de trabajo, oferta de formación en el conocimiento de la lengua, etc. No dudo en tender la mano a todos cuantos puedan ayudarnos en esta tarea, tan urgente para nuestra sociedad.