CAMINEO.INFO.- Si releemos con atención los santos Evangelios descubriremos una serie de promesas que nos hace Jesús. Así, en el célebre discurso en Cafarnaún, justamente llamado “discurso del Pan de Vida”, Jesús nos dice que el que come su cuerpo y bebe su sangre tendrá la vida eterna. A muchos les pareció un lenguaje duro, no aceptable y se separaron de Jesús; los discípulos, en cambio, creyeron y se quedaron con Él y vivieron el momento en el que esas palabras llegaron a su cumplimiento en la Última Cena.
Más adelante, en el momento de su elevación al Cielo, Jesús dice a sus discípulos: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. Promesa que no deja de cumplirse desde hace dos mil años y que, ahora como entonces, da fuerza a los discípulos de Jesús que tenemos que ir por todo el mundo predicando el Evangelio.
Todavía encontramos otra promesa de Jesús. La recoge san Juan en el largo discurso que precede a la Pasión y que Jesús pronuncia mientras cena por última vez con los discípulos. Les dice: “Os digo la verdad: os conviene que me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros, en cambio, si me voy, os lo enviaré”. Esta promesa de la venida del Espíritu Santo se cumplió el mismo día de Pascua y, después, en plenitud, el día de Pentecostés, como recientemente hemos vuelto a celebrar.
Son tres promesas que están absolutamente relacionadas y que abarcan el misterio eucarístico que celebramos el día del Corpus Christi. La Eucaristía es posible gracias a la fuerza del Espíritu Santo. Así se le invoca en la santa Misa para pedirle que una vez más haga el milagro de convertir el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Es el Espíritu santificador quien hace verdaderamente presente a Jesús y no sólo un símbolo o una imagen suya. Y este Jesús es alimento y prenda de vida eterna: vida que ya poseemos ahora cada vez que recibimos al Señor. Con él en el corazón y en toda la vida se cumple la última de las promesas de Jesús: que siempre estará con nosotros para acompañarnos en el camino de la vida.
A lo largo de nuestra existencia nos habrá tocado muchas veces, y por motivos muy diversos, despedirnos de personas que amamos. A la hora de la partida dejamos fotografías, gestos, recuerdos, objetos que pasan de mano en mano para prolongar, de alguna manera, la presencia en la ausencia. Jesús, en cambio, como nos ama hasta el fin y cómo lo puede todo, se queda Él mismo. Esta es la gran promesa y la gran realidad de la vida cristiana: la presencia real de Dios que es Camino, Verdad y Vida y que llena de auténtica esperanza nuestras vidas. Adorémosle en la Eucaristía y aprovechémonos de ese gran don que es el tesoro de la Iglesia.