CAMINEO.INFO.- El protagonista de la famosa novela Matar a un ruiseñor es un abogado que defiende a un chico negro acusado injustamente de haber violado a una chica blanca. En la ciudad, cargada de prejuicios sociales, todo el mundo le reprocha su comportamiento. Cuando le explica a su hija —una niña pequeña— por qué actúa así le dice, refiriéndose a los que piensan que está actuando mal: “Tienen derecho a tener estas opiniones y a que se les respeten, pero antes de poder vivir con los demás tengo que vivir conmigo mismo: la única cosa que no se rige por la regla de la mayoría es la propia conciencia”.
Al acabar hoy el comentario de los puntos del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica que se refieren a la conciencia moral, recordamos las tres grandes reglas que aquella siempre debe seguir. La primera dice “que nunca está permitido hacer un mal para que se siga un bien”, que tiene su equivalente en el famoso “el fin no justifica nunca los medios”. Puede ser relativamente fácil caer en el cálculo de probabilidades –una tecnificación del juicio moral— y pensar que quizás haciendo una pequeña cosa mala, se puede seguir un gran bien. Si alguna vez nos encontramos en una situación así —por ejemplo, mentir para salvar alguien— hará falta detectar bien la intención y los medios escogidos para la acción, puesto que en el ejemplo escogido hace falta aclarar que mentir es una cosa muy precisa y contiene siempre un deseo de engaño. Hace falta pensar también que entrar en la dinámica de obrar mal nunca tiene un futuro gratificante; y también nos hará falta pensar si no hay alternativas posibles, otras maneras de afrontar la situación.
La segunda regla es la denominada “regla de oro”, enunciada por muchos pensadores y contenida en el evangelio de Mateo: “Haced a los demás todo aquello que queréis que ellos os hagan”, o su inversa “no hagas a los otros aquello que no quieres que te hagan a ti”. Referir las decisiones morales a uno mismo parece que habría de ayudarnos a menudo a tomar las decisiones más adecuadas, puesto que, a veces, hacer el mal parece casi inevitable pero sufrirlo nunca nos parece justo.
La tercera regla recuerda que “la caridad pasa siempre a través del respeto a los demás y a su conciencia, aunque esto no significa aceptar como un bien lo que objetivamente es un mal”. A menudo hace falta ser delicados para separar las actuaciones personales del hecho que la persona siempre tiene un valor por sí misma, valor que nunca se pierde, por más que se actúe de manera execrable. La tolerancia auténtica, por lo tanto, necesita de la caridad. Quizás ha sido san Agustín el que mejor lo ha expresado: “Dios odia el pecado, pero ama al pecador”.
Busquemos siempre actuar con recta conciencia, puesto que la grandeza del hombre consiste en no poder ahogar la voz de su conciencia, y su miseria, en cambio, en encontrar las desviaciones más fáciles para aplacar esa conciencia con “pocos gastos”.
