El 7 de diciembre de 1965, el Concilio Vaticano II aprobó uno de sus documentos más significativos: la Declaración sobre la libertad religiosa. Creo que es interesante reflexionar sobre ella, porque fue un avance muy importante en la comprensión de una de las exigencias de la dignidad humana.
El texto comienza diciendo: “En nuestra época los hombres son cada vez más conscientes de la dignidad de la persona humana; crece el número de los que exigen poder actuar según las propias iniciativas y gozar de una libertad responsable, sin coacciones y guiados por la conciencia del deber…”. Y añade más adelante: “La verdad sólo puede imponerse por la fuerza de la misma verdad”.
En la Europa del siglo XXI, quizá esto nos parezca una obviedad. No lo era, desde luego, en otras épocas. Recordemos a un humanista como Erasmo de Rotterdam, que acabó sus días refugiado en Friburgo, ciudad austriaca, puesto que —según la magnífica biografía de Stefan Zweig— “tuvo que huir de Lovaina porque la ciudad era demasiado católica y de Basilea porque la ciudad era demasiado protestante”.
Cuando, sobrepasada la mitad del siglo XX, el Concilio aprobó la Declaración, no fue sin una previa discusión que terminó cuando Pablo VI dio luz verde a que se votara y a su proclamación solemne. En los países con una religión oficial, caso de Inglaterra, donde la reina es cabeza de la Iglesia Anglicana, o de la España de la época, donde la Iglesia Católica gozaba de protección especial, la Declaración conciliar tuvo especial impacto.
El texto al que nos referimos dice taxativamente que “se comete una injusticia contra la persona humana y contra el mismo orden que Dios ha establecido para los hombres, si se niega al hombre el libre ejercicio de la religión en la sociedad, siempre que se respete el orden público”. Es una consideración que se extiende a las comunidades religiosas diciendo: “La inmunidad de coacción en materia religiosa que se aplica a los individuos ha de ser reconocida también cuando actúan comunitariamente”.
Transcurrido casi medio siglo de la Declaración, los católicos hemos avanzado mucho no sólo en tolerancia, sino también en la valoración de las semillas de verdad que hay en otras confesiones religiosas, pero es responsabilidad de cada uno de nosotros mantener a la vez la verdad de la fe católica y la caridad y colaboración con las demás confesiones, particularmente con las cristianas.
Al mismo tiempo urge rezar para que en otras partes del mundo se abra paso también el criterio de la libertad religiosa como bien esencial de la humanidad. Son frecuentes también hoy los ataques y matanzas entre comunidades religiosas, los incendios de iglesias y martirios de sacerdotes o de seglares en países de Asia y de África sobre todo.
Una vez más se repiten las persecuciones como las que sufrieron los primeros cristianos y la necesidad de perdonar, como siembra de futuro de una verdadera paz, que es la paz de Cristo.