CAMINEO.INFO.- Todos hemos pensado más de una vez en las capacidades del ser humano, tanto desde el punto de vista natural como desde el anímico. Las máquinas que el hombre construye hacen cosas insospechadas, pero difícilmente pueden igualar las posibilidades del ojo humano, el funcionamiento finísimo del riñón, o la incansable actividad —¡nunca se para!— del corazón humano. En el ámbito más interior, nos maravillan las posibilidades de nuestros afectos y sentimientos, la potencia de la capacidad intelectiva y sus aplicaciones técnicas, la fuerza decisoria de la libertad humana,... Son unas capacidades que, aunque por definición son finitas, parecen poderse expandir cada vez más.
Ante esas maravillosas capacidades, parece imposible que el hombre no remita su origen y su ser a Dios. Confesando nuestra condición de criatura hecha a imagen y semejanza de Dios no abdicamos de nuestras posibilidades, sino que damos una explicación plausible sobre el origen y el destino de la persona humana. Precisamente en esta condición de criaturas, en nuestra dependencia de Dios creador, se arraiga nuestra dignidad personal.
La humanidad ha hecho grandes adelantos desde que ha conseguido definir de manera solemne aquello que denominamos Derechos Humanos. Lo son realmente porque son derechos de la persona humana. Por lo tanto, surge inmediatamente la pregunta sobre el fundamento de esos derechos. Estamos ante un tema crucial: ¿dónde arraigan, dónde se fundamentan esos derechos que permiten dar protección a todas las personas, especialmente a las más débiles e indefensas?
Muchas veces se busca este fundamento en consensos que suelen ser más o menos precarios. Cambian los gobernantes, cambian las visiones del hombre y esos derechos parece que también pueden cambiar. Buscar el fundamento en el sillar sólido e inamovible de nuestra condición de criaturas de Dios nos permite ver esos derechos humanos como la consecuencia lógica de una dignidad que no nos otorgamos nosotros mismos, sino que nos viene dada y que, por lo tanto, no depende de los vaivenes del momento político o de las opiniones cambiantes de mayorías precarias.
Miremos las cosas procurando verlas tal y cómo son, en su verdad más básica: la persona humana no se ha hecho a sí misma, no se da la propia naturaleza; Dios está en el origen de nuestro ser y, por lo tanto, estamos ordenados a Dios y llamados, en cuerpo y alma, a disfrutar de la felicidad eterna.
Si queremos entender la vida moral en toda su fuerza y valor; si queremos vivir una vida lograda que busque la excelencia posible; si queremos hacer el bien a todos cuantos conviven con nosotros; si queremos, en fin, ser felices, debemos poner un buen fundamento a la vida moral —y éste no es otro que Cristo como modelo y vida— y un sentido bien arraigado de nuestra dignidad de hijos de Dios.