CAMINEO.INFO.- La semana que tenemos por delante contiene el puente festivo que enlaza la Constitución y la Purísima: puente para los que trabajan y pueden hacerlo, porque algunos no podrán y, lo más penoso, es que otros no tendrán ocasión por el simple hecho de no tener trabajo.
De algún modo podríamos contemplar las dos columnas de este puente como el Estado y la Iglesia, columnas que actúan en paralelo y que sostienen a la sociedad. La separación entre las realidades temporales y espirituales no siempre ha sido bien entendida, pero fue el mismo Cristo quien lo aclaró cuando resolvió una pregunta diciendo que hay que dar “a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”.
A lo largo de la historia, en diversos lugares, se ha interpretado que una realidad debía estar sometida a la otra, de manera que hubiera una religión de Estado en la que los líderes religiosos marcaran la política del país, o, al revés, con una fórmula de Estado absolutista que pretendiera imponer el bien común marcado por el gobierno de turno sobre las creencias y libertades de las personas singulares.
Ambas fórmulas son erróneas. Las personas somos a la vez ciudadanos y fieles, sin que una condición anule a la otra o haya oposición entre las dos. San Pablo mismo reivindicó su condición de “ciudadano romano” con orgullo, al mismo tiempo que mostraba con su vida que Dios era el amor y guía en todos sus actos. El cristiano está llamado a ser el mejor ciudadano.
Volviendo al inicio: la Constitución es una ley civil que nos hemos dado y que garantiza una serie de derechos y deberes de cada persona y de la sociedad en su conjunto. Y la Purísima es una festividad religiosa en honor de la Madre de Dios, la persona más elevada que ha existido sobre la tierra, madre y maestra de los cristianos.
Ante la aceptación de estas realidades complementarias, como dos planos en que se mueve el ser humano -el natural y el espiritual- hay actualmente quienes piensan que para la vida de la sociedad lo único que debe contar, por ejemplo a la hora de gobernar y dictar leyes, es la regla de la mayoría, propia de cualquier democracia. Esto, llevado al extremo, nos devolvería a la memoria de aquellas votaciones que, más por incultura que por mala fe, se hicieron en algunos ayuntamientos sobre si hay Dios o no lo hay.
Las leyes las tiene que hacer el Parlamento, pero no se puede reinventar al hombre, sino que se debe tener en cuenta lo que hay inscrito en la propia naturaleza humana, llámese derecho natural, o como se le quiera llamar.
Hay en cada persona –comentó Jacques Maritain en “Cristianismo y democracia”- derechos universales y atemporales que no se pueden transgredir. En ellos podemos coincidir todos, cristianos y no cristianos. Decía el pensador francés: “Los que no creen en Dios o no profesan el cristianismo, pero sí que creen en la dignidad de la persona humana, en la justicia, en la libertad y en el amor al prójimo, también pueden cooperar en la realización de la sociedad y en el bien común, aunque no sepan remontarse hasta los primeros principios de sus convicciones prácticas”.