CAMINEO.INFO.- Dios creó el mundo, pero no las naciones. Es una primera consideración que puede iluminar el tratamiento que hoy deseo hacer de la inmigración, un fenómeno que parece actual, por lo que se debate, pero que es de todos los tiempos. Desde antiguo hubo fronteras y siempre las personas han buscado su modo de vida en el lugar que les pareció conveniente, para cubrir sus necesidades materiales o por su propia seguridad física.
Jesús de Nazaret fue inmigrante cuando sus padres le sacaron de Palestina y, atravesando el Neguev y el desierto de Sinaí, le llevaron a Egipto para librarlo de la condena a muerte dictada por Herodes. La Sagrada Familia fue, en lenguaje de hoy, una familia de refugiados políticos. Es interesante pensar en esas escenas de la vida de Jesús de las que, ciertamente, tenemos pocas noticias. Sólo sabemos que estuvieron un tiempo, hasta que las circunstancias políticas cambiaron en Jerusalén. Podemos intuir la emoción con la que la Virgen y San José pisarían aquella tierra legendaria de la que Moisés sacó al pueblo elegido.
Hoy como ayer los desplazamientos son habituales en el mundo; también en Europa, que recibe cada año a millones de personas del Tercer Mundo, llegadas la mayoría en busca de trabajo y mejores condiciones de vida. En Catalunya, si la población ya pasa de los siete millones y medio de habitantes, es gracias a los inmigrantes llegados en su mayoría del Magreb, de la Europa del Este y de Latinoamérica.
No sólo desempeñan trabajos agrícolas o se emplean en fábricas, sino que muchos, sobre todo mujeres, prestan servicio doméstico en las casas, acompañando a niños y ancianos o ayudando a los padres en las tareas del hogar. Se integran en nuestros pueblos y ciudades y aportan valores de humanidad que contribuyen a una mejor comprensión entre todos.
En muchos casos su cultura es muy distinta y también su religión. Se trata entonces, por parte de los católicos, de respetar sus creencias y, al mismo tiempo, de mostrarles, con el ejemplo de coherencia de nuestra vida, la fe que profesamos, sabiendo que no son las palabras sino la caridad lo que convence.
En ocasiones son los inmigrantes los que llevan consigo la fe católica que esparcen por el mundo. Es el caso de Suecia. En los años cincuenta del siglo pasado había unos 19.000 católicos. Pronto llegaron refugiados húngaros de la revolución de 1956; luego, refugiados chilenos de Pinochet; por fin, refugiados polacos ligados a Solidarnosc. El resultado es que los católicos son ahora 200.000 y la cifra sigue creciendo.
Cualesquiera que sean su religión o sus hábitos culturales, los inmigrantes deben ser acogidos como hermanos. Gozarán entre nosotros de derechos y estarán sometidos a unos deberes, como todo el mundo; pero, sobre todo, deben recibir la comprensión y ayuda de quienes tenemos la suerte de no tener que abandonar nuestra casa en busca de modos de subsistencia.