CAMINEO.INFO.- El próximo miércoles comenzaremos el tiempo santo de Cuaresma. La invitación a la oración, el ayuno y la limosna, que nos hará la liturgia del Miércoles de Ceniza, nos indica el camino a seguir en este tiempo particularmente fuerte del año litúrgico, en el que todos estamos llamados a la conversión, que nos prepara para celebrar el Misterio Pascual, centro de la fe y de la vida de la Iglesia. La participación en el triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte, que actualizaremos litúrgicamente en la solemne Vigilia Pascual, exige un “pueblo bien dispuesto” (Lc 1,17), a través de la meditación más asidua de la Palabra de Dios, la penitencia, el dominio de nuestras pasiones y la práctica de la caridad.
Oración, ayuno y limosna, como nos pide Jesús en el sermón del monte (Mt 6,2-18), continúan siendo los caminos fundamentales para vivir el éxodo espiritual que es la Cuaresma, contribuyendo poderosamente a nuestra conversión y a restaurar en nosotros la comunión que el pecado destruye. La libertad interior que acrecienta en nosotros el ayuno nos reconcilia con nosotros mismos, la oración robustece nuestra comunión con Dios, y la limosna y la caridad fraterna nos reconcilian con los hermanos.
Esta triple reconciliación encuentra su vínculo de unión en el amor, que como nos recordó Benedicto XVI en su primera encíclica es “la opción fundamental de la vida del cristiano” (DCE, 1). El amor es, en efecto, el “corazón de la fe cristiana” y el núcleo del “mandamiento nuevo” (Jn 13,34), que hemos de vivir no simplemente como una obligación, sino como la respuesta al don del amor con el que Dios nos ha amado primero y viene a nuestro encuentro (1 Jn 4,10), un amor con el que Dios nos colma y enriquece y que nosotros debemos comunicar a los demás.
Esta perspectiva unitaria del amor, que el Papa delineó en la citada encíclica, pone de manifiesto la imposibilidad de separar el amor a Dios y al prójimo, ya que como nos recuerda el apóstol San Juan, no podemos decir que amamos a Dios a quien no vemos si no amamos al prójimo a quien vemos (1 Jn 4,20). El amor al prójimo es un camino privilegiado para encontrar a Dios, del mismo modo que el amor verdadero al prójimo sólo es posible a partir del encuentro íntimo con Dios (DCE 16-18).
Estas reflexiones pueden iluminarnos a la hora de renovar durante esta Cuaresma la práctica de la limosna, recomendada por la Escritura como un acto grato a Dios, que no queda sin recompensa, y que es particularmente urgente en estos momentos en que tantos hermanos nuestros sufren las consecuencias de la crisis económica, a la que se añade la situación límite de nuestros hermanos de Haití, tan duramente golpeados por la reciente catástrofe.
Pero si es importante la ayuda a los pobres, bien a través de la caridad individual, ya sea a través de las organizaciones caritativas de la Iglesia, es también importante contemplar a quienes sufren con los ojos de Cristo, que se “compadecía” de las necesidades de todos aquellos que se acercaban a Él. Como Cristo, hemos de contemplar a quienes necesitan nuestra ayuda con una mirada de amor compadecida y concreta sin conformarnos con la donación impersonal de los bienes materiales que nos sobran.
A lo largo del camino cuaresmal que vamos a iniciar, tenemos la oportunidad de conformar nuestra mirada con la de Cristo. De esta manera han vivido la caridad y la limosna los grandes santos de la Iglesia, como la Beata Teresa de Calcuta, que solía repetir que “no hay mayor pobreza que la soledad”; ó San Vicente de Paúl, que exhortaba de este modo a sus Hijas de la Caridad: “No todo consiste en dar el caldo y el pan. Eso pueden hacerlo los ricos. Tú eres la pobre sierva de los pobres, siempre sonriente y de buen humor. Únicamente por tu amor, sólo por tu amor, los pobres te perdonarán el pan que tú les das”.
La Cuaresma nos invita a mirar a nuestro alrededor y a sintonizar con las necesidades de quienes nos rodean, necesidades materiales ciertamente, pero también esas otras más profundas que nos llaman a ser generosos con nuestro afecto y nuestro tiempo. Si la nuestra es una mirada de amor, descubriremos también una sed honda, que hay en muchos hermanos nuestros, la sed de Dios y de Jesucristo. Este anhelo que existe en el corazón de los hombres debe movernos a compasión y movilizar también nuestro ardor apostólico, sabiendo, con la certeza que nos da la fe, que como ha escrito Benedicto XVI, “quien no da a Dios, en realidad, da demasiado poco”, pues como decía a menudo la Beata Teresa de Calcuta “la primera pobreza de los pueblos es no conocer a Cristo”.