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Monseñor Juan José Asenjo Pelegrina

Mon, 24 Feb 2014 06:32:00
 

Hace algunos meses me escribió una carta un señor de Sevilla que recientemente recibió un nuevo hígado en uno de los hospitales de nuestra capital. En ella me manifestaba su gratitud inmensa al Señor, a los profesionales de la medicina y a la Iglesia, que en estas circunstancias verdaderamente excepcionales siempre ha estado cerca de él y de su familia. Al mismo tiempo me pedía que dedicara una de mis cartas semanales a la donación de órganos. Lo hago con mucho gusto, dirigiéndome en primer término a las personas trasplantadas, invitándolas a dar gracias a Dios por el don magnífico de la vida que el Señor les ha permitido reestrenar gracias a los prodigiosos avances de la medicina, al estudio, la sabiduría y la entrega de los profesionales de la salud, y gracias también a la generosidad de los donantes y sus familiares.

Quienes como ellos han experimentado la misericordia de Dios, deben ser testigos de la misericordia, haciendo de su vida una donación de amor, viviendo la fraternidad, la entrega y el servicio abnegado y gratuito a los hermanos, especialmente a quienes están viviendo situaciones análogas a las que ellos han vivido o están viviendo. Al mismo tiempo les animo a sensibilizar a la sociedad sobre la importancia de la donación de órganos.

Los trasplantes de órganos, tan frecuentes en los últimos años, suponen un reconocimiento bien explícito de la sabiduría y de la providencia de Dios, que ha diseñado nuestra naturaleza con tal perfección que permite que órganos vitales de nuestro cuerpo puedan seguir dando vida y esperanza a aquellos hermanos nuestros que los necesitan. La donación de órganos es una manifestación de humanidad. Para la Iglesia es un acto supremo de caridad y de amor auténtico. Todos, creyentes o no, como miembros de la familia humana, deberíamos plantearnos la posibilidad de donar nuestros órganos y, una vez tomada la decisión, comunicarla a nuestra familia para que en su día sea efectiva. En este campo los cristianos tenemos una especial obligación, que brota de nuestra común condición de hijos de Dios, auténtico manantial de nuestra fraternidad.

Para nosotros el ejemplo supremo de donación es Jesucristo. Él viene al mundo para que tengamos vida y vida abundante (Jn 10,10). Él mismo es donación. Ha venido "a dar su vida en rescate por todos" (Mt 20,28); y cada día en la Eucaristía nos da "su carne para la vida del mundo" (Jn 6,51). La entrega de su vida, hasta el último aliento, no nos puede dejar indiferentes. Él mismo nos ha dicho que "nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13). Su oblación por nosotros es el paradigma de nuestra entrega. Así lo entiende el Apóstol San Juan en su primera carta cuando nos dice: "En esto hemos conocido el amor de Dios, en que Él dio su vida por nosotros. Por ello, también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos" (1 Jn 3,16).

En la encíclica Evangelium vitae nos decía el Papa Juan Pablo II que entre los "grandes gestos de solidaridad que alimentan una auténtica cultura de la vida... merece especial reconocimiento la donación de órganos, realizada según criterios éticamente aceptables, para ofrecer una posibilidad de curación e incluso de vida, a enfermos tal vez sin esperanzas" (n.86).

Gracias a Dios, en los últimos años los avances en este sector de la medicina, también en España, han sido espectaculares. Me aseguran que los Hospitales de Sevilla gozan de un merecido prestigio incluso a nivel internacional. Doy gracias a Dios por ello. Leo también que la generosidad de los españoles a la hora de donar los propios órganos o los de sus familiares es superior a la media de los países de nuestro entorno, estando incluso a la cabeza en los países occidentales. A pesar de todo, en estos momentos varios miles de personas esperan en España un trasplante, mientras la espera para recibir un riñón es superior a tres años. Por ello, apelo a la generosidad de los cristianos de Sevilla. La donación de órganos es una forma preciosa de vivir la caridad, la solidaridad y el amor fraterno.

Nos lo exige nuestra participación en la Eucaristía, el sacramento del cuerpo entregado y de la sangre derramada para la vida del mundo, fuente y epifanía de comunión con Dios y con los hermanos, como escribiera el Papa Juan Pablo II. Él nos dejó escrito en la Carta apostólica "Mane nobiscum, Domine", que el servicio a los pobres -y nadie es más pobre que aquel a quien se le escapa la vida- "es el criterio básico con arreglo al cual se comprobará la autenticidad de nuestras celebraciones eucarísticas" (n. 28). Que en ellas encontremos la fuerza que necesitamos para hacer de nuestra vida una donación de amor.







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