"El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra". Con estas palabras del salmo 120 responderemos a la Palabra de Dios de la primera lectura en la Eucaristía de este domingo XXIX del tiempo ordinario. Con ellas, expresaremos nuestra convicción profunda de que Dios nuestro Señor es el guardián que no duerme ni reposa, que nos guarda a su sombra, el centinela que tutela nuestras entradas y salidas y nos defiende de todo mal. Con estas palabras del salmo reconoceremos que en la vida cristiana todo es don, pues es Dios el que nos da por medio de su Espíritu el querer y el obrar y es Él quien nos alienta con su gracia en nuestro camino de fidelidad. De ahí, la necesidad de la oración, tema central de las lecturas de este domingo. En el Evangelio el Señor nos invitará a "orar siempre sin desfallecer", a orar con perseverancia, pues Dios no puede dejar de escuchar a sus hijos que le gritan día y noche.
La lectura del libro del Éxodo nos mostrará la oración insistente y perseverante de Moisés, que con los brazos elevados al cielo consigue de Dios la victoria del pueblo de Israel sobre los amalecitas. El fragmento de la carta de San Pablo a Timoteo nos dirá cuál debe ser el punto de partida de nuestra plegaria, la Sagrada Escritura, manantial de la sabiduría, que por la fe en Cristo conduce a la salvación, y que debe ser siempre, como nos dijera el Concilio Vaticano II, la fuente primera de nuestra oración y meditación y la inspiradora de nuestra existencia cristiana.
Uno de los aspectos más reiterados de la enseñanza de Jesús es la invitación a la oración constante, que es exigencia de nuestra condición de hijos, que reconocen la absoluta soberanía de Dios, confían en su amor y misericordia y tratan de ajustar su voluntad a la de Dios. Durante su vida pública, Jesús reza. Los apóstoles lo ven bajar del monte a donde se retira cada día para estar a solas con su Padre. Por ello, mediada la vida pública, le piden "Señor, enséñanos a orar", y Jesús les enseña la mas hermosa de las oraciones, el Padrenuestro, modelo de toda oración.
El Papa Juan Pablo II, cuyo recogimiento y ensimismamiento en la oración impresionaba a todos los que tuvimos la suerte de contemplarlo rezando entre dos luces en su capilla privada, nos dejó escrito que "el hombre no puede vivir sin orar, lo mismo que no puede vivir sin respirar". Así es en realidad. En la oración sintonizamos con el corazón de Dios y, casi sin darnos cuenta, se produce en nosotros una especie de afinidad con la verdad de Dios, que es en definitiva la verdad más profunda sobre el hombre y el mundo. En la oración crece la amistad y la intimidad con el Señor, se graban en nosotros sus propios sentimientos y Él nos va modelando y haciendo que se robustezca nuestra unión e identificación con Él. Santa Teresa de Jesús, cuya fiesta celebrábamos el pasado martes, nos dice en el libro de la Vida, 8,2, que orar no es otra cosa "sino tratar de amistad, estando muchas veces... a solas con quien sabemos nos ama". Y en el Camino de perfección, 4,5, añade que "sin este cimiento fuerte (de la oración) todo edificio va falso".
Así es en realidad, queridos hermanos y hermanas. Permitidme que os diga que sin el humus de la oración, todo en nuestra vida será agitación estéril. No habrá fecundidad apostólica, ni será posible vivir con hondura la fraternidad y el servicio a nuestros hermanos. La oración diaria nos refresca, nos reconstruye por dentro y facilita en gran manera el cumplimiento de nuestros deberes familiares o profesionales. Cuando en nuestra vida hay oración auténtica, nos dice un gran maestro de educadores del siglo XX, sacerdote y mártir de Cristo, San Pedro Poveda, "no hay dificultad insuperable, ni hay problema insoluble, ni falta paz, ni deja de haber unión fraterna, ni se conoce la tristeza que aniquila, ni se siente cansancio en el trabajo; todo está en orden, hay tiempo para todo".
Los cristianos debemos ser hombres y mujeres de oración, convencidos de que el tiempo dedicado al encuentro íntimo con el Señor es siempre el más fecundo, porque, además de renovarnos y rejuvenecernos por dentro, nos ayuda en el resto de nuestras actividades y relaciones. Efectivamente, en la oración, en las cercanías de Jesús, en el encuentro diario con Él, descubrimos el gozo y el valor de nuestra propia vida. Ese es el lugar de la Iglesia y su quehacer principalísimo y ese es el lugar y el quehacer fundamental del cristiano consciente. En las cercanías del Señor encontramos la alegría, la fortaleza y la seguridad necesarias para vivir con gozo nuestra vocación cristiana.
Asegurándoos que rezo cada día al Señor por mis lectores y por todos los fieles de la Archidiócesis, os envío mi saludo fraterno y mi bendición.