CAMINEO.INFO.- Comenzamos el tiempo de Adviento, que nos prepara para recordar y celebrar la primera venida del Señor y nos dispone para acogerle en nuestros corazones en la nueva venida que cada año actualiza místicamente en la liturgia. La Iglesia nos invita además a dilatar la mirada: el Señor, que vino hace dos mil años, que viene de nuevo a nosotros en Navidad, vendrá glorioso como juez al final de los tiempos. Por ello, el tiempo de Adviento y toda la vida del cristiano es tiempo de alegre esperanza. Es tiempo también de vigilancia, a la que nos insta el Evangelio de los últimos domingos del año litúrgico y también el de este domingo primero de Adviento, con la evocación de Noé y el diluvio.
La vigilancia no es vivir bajo el temor de un Dios justiciero y vengativo que está esperando nuestros errores o pecados para castigarnos. Esta actitud de desconfianza y temor ante Dios y el mundo sólo engendra personas obsesivas y escrupulosas, que piensan que Dios es un ser predispuesto contra el hombre, quien debe ganarse su salvación con sus solas fuerzas y luchando contra enormes imponderables. La vigilancia cristiana es una actitud positiva que tiene como base el optimismo sobrenatural de sabernos hijos de un Dios que es Padre, que quiere nuestra salvación y nuestra felicidad y que nos da los medios para alcanzarla.
Es concebir la vida cristiana como una respuesta amorosa a un Dios que nos ama, que es fiel a sus promesas y que espera nuestra fidelidad con la ayuda de su gracia. La actitud de vigilancia debe matizar toda la ida del cristiano, para saber distinguir los valores auténticos de los aparentes. Los medios de comunicación, en muchos casos, difunden modos de pensar y de actuar que nada tienen que ver con los auténticos valores humanos y cristianos. En demasiadas ocasiones canonizan formas de comportamiento ajenas al espíritu cristiano. Se impone, pues, una actitud crítica ante lo que vemos, escuchamos o leemos y una independencia de criterio ante los mensajes contrarios al Evangelio con que, de forma directa o indirecta, nos agreden los medios de comunicación. Esta actitud crítica muchas veces nos deberá llevar a apagar el televisor o no encenderlo, para que no nos arrollen los criterios paganos e, incluso, anticristianos, que en ocasiones los medios nos brindan.
La vigilancia es también necesaria para que no debilite nuestra conciencia moral, para conservar una conciencia recta, que distingue el bien del mal, lo justo de lo injusto, lo recto de lo torcido. De lo contrario, la conciencia puede endurecerse hasta perder el sentido moral, el sentido del pecado; un peligro real para los cristianos de hoy. La vigilancia cristiana nos debe ayudar a poner los medios para conservar la rectitud moral: la confesión frecuente, precedida de un examen sincero de conciencia, y el examen de conciencia diario para ponderar nuestra fidelidad al Señor, son la mejor garantía para mantener la tensión moral y la delicadeza de conciencia. Es necesaria también la vigilancia ante los posibles peligros que pueden debilitar nuestra fe o nuestra vida cristiana. El cristiano no puede vivir en una atmósfera permanente de temor, porque cuenta con la ayuda de la gracia de Dios; pero tampoco ha de ser un atolondrado, ni creerse invulnerable ante las tentaciones del demonio. Ha de vivir su vida cristiana con responsabilidad y sabiduría, para descubrir los peligros que ponen en riesgo nuestra fe y, sobre todo, el mayor tesoro del cristiano, la vida de la gracia, que es comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu, que vive en nosotros y nos da testimonio de que somos hijos de Dios. La vida de la gracia es, ya en este mundo, prenda y anticipo de la vida de la gloria, a la que Dios nos tiene destinados.
Para vivir la esperanza cristiana en la salvación definitiva no hay mejor camino que tomar en serio el momento presente en función de los acontecimientos finales, pues nuestro fin será como haya sido nuestra vida. Si cada día tratamos de ser fieles a Dios en nuestro propio estado y circunstancias, viviremos vigilantes y estaremos preparados para «el día y la hora» de que nos habla el Señor en el Evangelio de estos días. De este modo no consideraremos la muerte como una tragedia, sino que la esperaremos con la paz y la alegría de quienes se preparan para el abrazo definitivo con el Señor.
Que sea Él quien aliente nuestra vigilancia con su custodia fuerte y amorosa, pues, como nos dice el salmo, «si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas». Que la Santísima Virgen, a la que todos los días decimos muchas veces «ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte», nos cuide y proteja ahora y en los momentos finales de nuestra vida.