CAMINEO.INFO.- Dedicamos jornadas conmemorativas para tantas cosas, y cada una nos trae un recuerdo, una toma de conciencia de temáticas, circunstancias y personas. En este mes de febrero, entre otras, celebramos la jornada dedicada a los enfermos con motivo de la festividad de Nuestra Señora de Lourdes. Me sucedía en Huesca y en Jaca, y ahora en Asturias, cuando voy a visitar a los enfermos en los hospitales. Que de pronto de encuentras con una realidad por la que pasamos todos, sea cual sea nuestra edad, nuestra cultura, nuestra condición social o económica, nuestra condición creyente.
Cuando llegas a una habitación no sólo estás delante de un enfermo, sino también delante de una familia que lo acompaña, de un personal sanitario que lo cuida. Todo un mundo concentrado que deja en la puerta los títulos y sus honores, los privilegios y sus prebendas, las agendas y sus prisas. La enfermedad de un golpe simplifica tantas cosas que a menudo complicamos, y deja con su relativa importancia las que nos empeñamos en hacer absolutamente imprescindibles.
Lo he dicho tantas veces cuando estoy a la cabecera de un enfermo durante un rato o durante las noches que me ha tocado pasar en vela junto a un hermano: la enfermedad no es una maldición. Es un misterio que nos hace humildes y nos recuerda de modo intenso las cosas que realmente valen la pena y aquellas que no valían tanto. No es una maldición, no. Pero se puede vivir de tantos modos ese momento de experimentar tu propio límite: desde el miedo, desde la rebeldía, o desde la confianza.
Así miramos o vivimos una enfermedad. El miedo bloqueante de quien se siente acorralado por la congoja de no saber qué ocurrirá, de no poder controlar la situación, de saberse inerme para algo que le desborda. La rebeldía de quien experimenta el mismo acorralamiento, pero revolviéndose contra algo o contra alguien a quien inculpar su avería física, o revolviéndose quizás contra él mismo en una desesperación vacía que añade más sufrimiento inútil. Y finalmente la confianza, que es el que vive la situación de la enfermedad reconociendo el dolor, la precariedad, la incertidumbre, pero sabiendo que además de las buenas manos de los profesionales de la salud, además del afecto cariñoso de sus seres más queridos, están las buenas manos y el cariño más afectuoso de Dios que no deja jamás de ser Padre para sus hijos.
Es de agradecer esta noble profesión de quienes como médicos, enfermeras, capellanes, personal de servicio, ayudan con su ciencia, su entrega, su consuelo, su fe, a nuestros hermanos enfermos. Ante situaciones límites podemos sacar lo mejor de nosotros mismos, y mostrar de mil modos que a Dios le interesa la vida, le importa nuestra felicidad. La última palabra no la tendrá jamás el mal, sino sólo el Bien de ese Dios que llena nuestro corazón con su Paz. Recemos por nuestros enfermos, visitémosles llevando la ternura y la esperanza del Señor, que nunca fue indiferente ante el sufrimiento de los hermanos, fuera cual fuera su mal. El Papa Benedicto XVI ha recordado en su mensaje para esta jornada mundial del enfermo un precioso texto del Vaticano II: “Vosotros que sentís más el peso de la cruz, vosotros que lloráis, vosotros los desconocidos del dolor, tened ánimo: vosotros sois los preferidos del reino de Dios, el reino de la esperanza, de la bondad y de la vida; vosotros sois los hermanos de Cristo sufriente y con él, si queréis, salváis al mundo”. Y concluye el Santo Padre agradeciendo “de corazón a las personas que cada día realizan un servicio para con los que están enfermos y los que sufren, haciendo que el apostolado de la misericordia de Dios, al que se dedican, responda cada vez mejor a las nuevas exigencias”.
