CAMINEO.INFO.- En este otoño ya metido en lluvias y nieves, mientras que se desarropan nuestros árboles de las hojas que les dieron color y exhuberancia, el mes de noviembre nos trae siempre un doble recuerdo: Todos los Santos y los Fieles Difuntos.
En primer lugar, los santos abren el mes, madrugando su mensaje para que sea él quien presida lo que iremos recorriendo en este mes que acorta los días en brumas y nostalgias llenas de añoranza. Para no dejarnos llevar por estas melancolías, la fiesta de Todos los Santos nos susurra discreta esa noticia buena: ser santo es posible, ser santo es lo normal. Quizás, a fuer de ver los santos en las estampas, de rezarles en sus imágenes, de encomendarnos a ellos mirando a su morada celestial, pensamos que la santidad es algo ajeno a nosotros, algo extraño, demasiado excelso para nosotros, gente de pueblo, gente de a pié, gente que tiene sus cosas no siempre canonizables, gente que arrastra demasiadas veces el run-run de la rutina e incluso de la mediocridad.
Pero la santidad nos reclama a una perfección que no es el heroísmo que proclamaban los antiguos griegos. Dios nos llama a ser santos, no a ser héroes. Y esto significa que la santidad consiste en hacer las cosas cotidianas, esas que habitualmente nos ocupan y preocupan, de una manera distinta. Vivir las cosas santamente, como Dios manda, que ha dicho siempre nuestro refranero castellano.
El Señor quiso enseñarnos el camino que conduce al cielo de los santos en donde está también nuestra morada, pero haciéndose Él caminante junto a cada cual. Camino y caminante para que no pensemos que llegar a la santidad es algo raro, extraño y ajeno. El trabajo de cada día con el que nos ganamos honradamente el pan, el afecto con el que abrazamos a las personas que queremos de veras, la fatiga por tantas cosas que nos astillan y nos prueban, la esperanza de pensar que siempre hay una luz a encender en medio de nuestros apagones, la compañía de Dios, de María y de los santos que de tantos modos podemos experimentar. Todo eso, tiene que ver con una vida cristiana vivida santamente, sin alharacas, sin troníos, sin paripés. Haciendo con sencillez la voluntad de Dios que pedimos sea hecha en la oración cristiana por excelencia que es el padrenuestro.
Luego, al día siguiente del noviembre ceniciento, celebramos la festividad de los Fieles Difuntos. Y nos acompaña este recuerdo durante todo el mes, en el que pedimos por las personas queridas que nos han acompañado en los vericuetos del camino de la vida, y que cada uno a su hora, a su modo, y con un arcano porqué, fue llamado por ese Dios que nos llamará también a nosotros en el día que tan sólo Él conoce.
Hace unos días, pude acercarme al cementerio para visitar la tumba de mis padres. Hacía tiempo que no acudía a ese lugar bendito, dormitorio de creyentes, que no ciudad de los muertos. Limpié un poco la lápida, y me senté allí para rezar un rato. Estaba solo en aquel comienzo de la tarde en el camposanto de Madrid. Los nombres, las fechas, los rostros que volví a acariciar en mi silencio de recuerdo y gratitud. Cuantas cosas se me agolparon a la sombra de un ciprés, mientras hacía presentes en mi plegaria a quienes tanto he querido y tanto he debido. Pero la palabra última no le corresponde a una noble tristeza ante ese inevitable adiós, sino a la esperanza rendida de volver a encontrar en Dios, para siempre eternamente, a aquellos que Dios me dio.
Santos y difuntos, dos recuerdos que nos hacen caminar sobre la alfombra de un noviembre otoñal, sabiéndonos llamados a esa tierra santa de reencuentro, la tierra que el Señor ha prometido y que tiene por domicilio la eternidad.