No podemos censurarlo ni distraerlo, porque es una exigencia
humilde que tiene nuestro corazón: hay un grito de rebeldía que
desde lo más sincero y hondo de nosotros surge siempre que nos
adormilamos, nos descentramos, nos relajamos… dejándonos
llevar por lo mediocre. Ese inquieto corazón nuestro sueña con
algo que sea nuevo, distinto, diferente, y no sabemos ni
queremos resignarnos a lo que, en el fondo, no tiene que ver con
lo más verdadero de nosotros. Sueña con algo que pueda sacudir
todo lo que nos ha complicado torpemente la vida, lo que la ha
hecho injusta, falsa e intratable, todo cuanto de postizo,
maquillado y trucado nos impone un personaje en el que
nuestra persona no cabe. Y entonces, emerge como una imparable
flor de las semillas escondidas, el ensueño de poder estrenar
lo que propiamente nos corresponde. Hemos sido creados así y
para esto. Estemos como estemos, nos suceda lo que nos suceda,
siempre habrá ese bendito inconformismo que nos devuelve a lo
más auténtico de nosotros mismos.
Este es el ritual
que, de tantos modos, escenificamos cada comienzo de año,
cuando con amigos y familia nos disponemos a traspasar la
línea divisoria de un reloj que marca las horas al filo de la
medianoche del último día de cada año. Empezando por las uvas
engullidas con algo de superstición y casi siempre atraganto en
la nochevieja, o los brindis con una copa de sidrina nuestra o
cava de otros lares (no de todos, por cierto), o el abrazo cargado
de afecto y sinceridad a las personas presentes o ausentes
que más queremos intercambiando el saludo y el beso por algo que
comienza sorprendiéndonos juntos y no revueltos. Porque al
decirnos nuestro habitual “feliz año nuevo”, no estamos
pronunciando sin más una frase hecha, sino que estamos
traduciendo amablemente la aspiración que todos tenemos de
poder construir con ilusión y gozar contentos de la belleza, la
bondad, la verdad y la paz que palpitan en nuestra entraña, esas
que Dios quiso sembrar en el surco de nuestra identidad
humana y cristiana.
Comienza un nuevo año teniendo por
delante doce meses. Me pregunto desde los primeros lances de
enero, cuáles serán las sorpresas hermosas, las sorpresas
broncas y las que resultarán entre ambas sencillamente
agridulces. Personas que se nos irán, personas que nos llegarán.
Sobresaltos que nos bendecirán con la paz o los que intentarán
arrugar nuestra esperanza. Entre los pintos y los valdemoros,
entre los pongas y los tebongos, así iremos escribiendo el
relato de una historia que está todavía por escribir.
Esta
es la aventura de la vida, cuando dejamos que el Señor, nuestro
divino escribano, relate con nosotros la historia que
nosotros no siempre hemos relatado. Y, como tantas veces lo
hemos experimentado, Él escribirá lo que nos devuelve a
nuestra humilde trama, y hablará de nosotros sin plagio de
historias prestadas ni tampoco con aburrimiento cansino,
incluso en la torpe aventura de nuestros renglones más
torcidos. Así es nuestro Dios, que escribe con versos y besos, si
nosotros le dejamos, esa historia para la que nacimos.
Yo
deseo todo esto para todos, lo deseo para mí. Y hago de ello una
plegaria para que no sea nuestra cerrazón asustadiza ni nuestra
alocada pretensión las que marquen las horas en este nuevo año,
sino la rendida confianza que nos permite estrenar con sabor a
algo fresco la aventura de vivir sabiéndonos acompañados por
el buen Dios, y por tantas personas buenas que Él ha puesto a
nuestro lado. Nos ponemos bajo la mirada de nuestra Madre la
Santina en este año especial de su centenario. Feliz
año nuevo, hermanos.