CAMINEO.INFO.- Cuando conversamos sobre la actual situación de la fe cristiana en nuestra sociedad, suele surgir la postura de quienes hablan de una falta de adaptación cultural a nuestros días, que hemos perdido el tren de la historia, que tenemos miedo a traducir los conceptos y las experiencias cristianas. Una actitud generalizada que nos lleva a alejarnos de nuestra propia tradición de fe y, en último término, a perder autoestima respecto de una herencia que hemos recibido de otras generaciones y que ha construido un estilo de vida, en el cual, a pesar de tantas limitaciones, se ha puesto siempre a la persona en el centro de la acción humana.
La fe cristiana no es un conjunto de doctrinas sino una forma de vida que se fundamenta en hechos que pertenecen a la historia y que se han realizado a través de la trayectoria de personas concretas. No olvidemos que en el origen mismo de nuestra fe está Cristo, que no es una idea sino Alguien que pasó por la vida haciendo el bien, que mostró su amor hasta el final y, resucitado, vive para siempre. Unos hechos presentes hoy en nuestra historia a través de la Iglesia, el fruto más preciado del Señor. Ésta es una realidad que continúa viva porque guarda la memoria de los hechos y palabras de Jesús, gracias a la acción del Espíritu Santo. Por ello la Iglesia no es una obra meramente humana, disponible a nuestra voluntad, a nuestra visión de las cosas, sino que es un don de Dios, y es en la historia humana signo e instrumento de su Reino, que ya empieza a crecer entre nosotros. De ahí que lo primero para un cristiano sea incorporarse plenamente a esta Iglesia, dejarse bañar por su tradición de fe, por su forma de hablar y orar, por su manera de afrontar la vida y buscar caminos de fraternidad, por su esperanza capaz de dar sentido a la acción humana y de esperar la plenitud en “los cielos nuevos y la tierra nueva”.
Si esta es la realidad de la Iglesia, ¿no estaremos durmiendo sobre un gran tesoro? En realidad, deslumbrados muchas veces por los valores dominantes de nuestro tiempo, dejamos de buscar en el tesoro de nuestra fe la respuesta que ilumine y salve, y caemos en la tentación de acomodarla para que encaje mejor en la forma de vivir de nuestra sociedad. Urge volver al corazón mismo de la fe. Al respecto tiene gran actualidad el juicio que un gran estudioso del desarrollo de la fe cristiana a lo largo de los siglos, nos ofrece como criterio ante las nuevas situaciones que hemos de afrontar: “Antiguamente se quería defender el cristianismo. Actualmente se quiere adaptarlo. Dos excelentes intenciones, pero se ha estado tan ocupado en defenderlo que no se pensaba en preguntarse qué es el cristianismo. El mismo peligro acecha hoy a un deseo de adaptación demasiado absorbente” (Cardenal H. de Lubac).
