Los romanos tenían una multitud
de dioses y diosas, encargados cada uno de algún aspecto de la vida diaria y a
ellos le dedicaban fiestas, saraos y mojigangas con profusión. Muchos de sus
escritores le dedicaron gruesos libros de los que San Agustín se burló a
conciencia en su obra La Ciudad de Dios.
Pero San Agustín mostró su
respeto por Sócrates, Platón o Séneca que se esforzaron en buscar un fundamento
que diera consistencia a todo lo creado, incluidos los hombres, aunque la gente
siguiera acudiendo a aquellos dioses ridículos de la mitología de los que se
vieron libres gracias a la predicación del cristianismo.
San Pablo predicó en Atenas al
dios desconocido que honraban los griegos pero en el cual vivimos, nos movemos y existimos y aunque muchos
atenienses le dieron la espalda cuando anunció la resurrección de los muertos,
algunos creyeron y siguieron a San Pablo y empezaron a formarse las primeras
comunidades cristianas a las que escribiría sus cartas que seguimos leyendo en
cada misa.
Es lamentable que después de dos
mil años la gente haya vuelto a los ídolos del paganismo y, aunque ahora tengan
otros nombres, siguen creyendo en ellos y dedicándoles sus vidas. Son dioses
que no pueden salvar a nadie ya se llamen democracia, liberalismo, socialismo,
placer sin límites o new age. Ninguno
puede dar respuesta a la radical soledad del hombre que sabe que ha de morir un
día.
Siguiendo a algunos ídolos
orientales quieren pensar que volverán simplemente a la nada, identificada como
el gran absoluto y a ello dedican meditaciones que les lleven al gran vacío
existencial en el que algunos esperan fundirse cuando mueran.
¿Por qué razón hemos huido del
Dios vivo y nos hemos dedicado a buscar absurdos sustitutivos? Creo que hemos
sucumbido a la gran tentación: no
necesitáis a Dios porque vosotros sois vuestros propios dioses. Pero el
tentador y la idea ya están en las primeras páginas de la Biblia. La serpiente
antigua, el demonio o Satanás, que se alzó contra Dios al grito de ¡non
serviam!, (no te serviré) deslizó al oído de la primera pareja humana: no
obedezcáis el precepto de Dios, comed del árbol del bien y del mal y seréis
como dioses.
Es lo que sigue resonando en
nuestros oídos: no os privéis de ningún placer, el placer de poseer, el placer
de someter a otros, el placer sexual sin límites ni cortapisas. ¡Comamos y
bebamos que mañana moriremos!
Para que todo ello llegue a
nosotros hay que anular a la familia, hay que destruir la iglesia, rechazar
cualquier precepto que no haya sido aprobado por nuestros parlamentos, nuestras
logias, nuestros tinglados internacionales y a ello nos estamos dedicando con
fruición, con entusiasmo.
Si los hijos son una carga no los dejes nacer,
si quieres dedicar tu amor a alguien: cómprate un perro y goza sin límite de
todos los placeres que puedas costear y ya nos están adoctrinando para que
cuando lleguen los malos días, pidamos la eutanasia, el suicidio asistido,
aunque lo denominen con el eufemismo de muerte digna.
¿Qué elegimos? ¿Este mundo de
pesadilla o volver al amor de Dios en el que vivimos, nos movemos y existimos?