Los católicos somos parte de la Iglesia. En ella se unen lo humano y lo divino, lo temporal
y lo eterno. Ello se hace especialmente concreto en un tema difícil: el de los despidos.
En
las instituciones católicas hay miles y miles de personas que trabajan
de modo estable,
muchas veces con un contrato que tiene efectos civiles, de forma que
esas personas tienen un salario que les permite vivir dignamente.
En esas instituciones, como en cualquier otra sociedad, diversas circunstancias desembocan
en el momento del despido de una o varias personas contratadas. ¿Cómo afrontarlos?
Desde luego, si la sociedad está organizada según normas justas, la institución católica,
llámese parroquia, colegio, organización caritativa, deberá respetar tales normas y ofrecer garantías a favor del empleado.
Pero
en la Iglesia se esperaría algo más: una atención profunda hacia la
persona, más
allá de las normas, pues cada trabajador tiene una vocación temporal y
eterna, y espera encontrar, entre los católicos, un testimonio de
caridad.
Por eso, no basta con respetar protocolos, acudir a abogados, dar un resarcimiento justo
a quien pierde su trabajo. Hay que ir más allá y tratar al empleado con ese sentido de cariño que nace de la caridad cristiana.
En un mundo frío, muchas veces preocupado por la eficiencia y las ganancias, la Iglesia
está llamada a testimoniar la ternura de Dios Padre hacia cada uno de sus hijos.
Entre
esos hijos se encuentran también quienes, por un tiempo más o menos
largo, han
colaborado en una obra de la Iglesia con sus manos y sus competencias.
Por eso recibieron un salario que, esperamos, haya sido justo. Y por eso
también merecen ser acompañados con respeto al terminar sus contratos.
Los
despidos en las instituciones de la Iglesia, en resumen, no pueden
quedar regulados
por las frías leyes del mercado ni por protocolos laborales muy
sofisticados. Hay que añadir un “plus” que nace del Evangelio y que
tiene un nombre extraordinariamente bello y exigente: caridad.