El orgullo surge en diversos ámbitos. Uno de los más peligrosos es el ámbito intelectual, que surge en el mundo del espíritu.
A
lo largo de la historia ese orgullo intelectual ha herido a miles de
seres humanos, hasta llevarles a defender su completa autonomía
y a despreciar a otros al considerarlos ignorantes, inferiores,
incultos.
Sobre
este tema, un sacerdote carmelita, el Padre María Eugenio del Niño
Jesús (1894-1967), beatificado en el año 2016, escribía:
“Al
enfrentar la inteligencia contra el objeto de la fe, el libre examen
protestante ha exaltado el orgullo de la inteligencia. Al
proclamar los derechos absolutos de la razón, la Revolución francesa ha
hecho de ello un pecado social. Los descubrimientos de la ciencia,
pareciendo que justifican las pretensiones de la razón por un dominio
supremo sobre todas las realidades de la tierra
para excluir de ellas definitivamente a Dios, lo han convertido en un
pecado casi imperdonable para la generalidad de los espíritus de nuestro
tiempo” (“Quiero ver a Dios”, Editorial de Espiritualidad, Madrid 2002,
p. 404).
En
las líneas siguientes de esa misma página, el Padre María Eugenio
describía los últimos frutos de ese orgullo de la inteligencia
y su presencia en nuestros días:
“Este
pecado social, cuyos últimos frutos son el agnosticismo filosófico, el
liberalismo político y el laicismo escolar -de los que
está saturada la atmósfera-, ha penetrado en los medios mejor
preservados y se traduce en la costumbre de apelar al tribunal del
propio juicio y en la dificultad de someterse al simple testimonio de la
autoridad. La fe se hace así más exigente de luces precisas
y, menos sumisa, camina más lentamente en la oscuridad hacia su objeto
divino. Es este orgullo, causa de la apostasía de las masas, el que
niega a tantas almas sedientas de luz y de vida el acceso a las fuentes
que podrían apagar su ardiente sed; el que, asimismo,
detiene a tantas inteligencias distinguidas, creyentes no obstante,
ante las oscuridades divinas donde no se entra sino por la mirada simple
de la contemplación”.
En
otra sección de la obra antes citada, el Padre María Eugenio había
fijado la atención sobre diferentes daños provocados por el
orgullo en la inteligencia humana, con un diagnóstico semejante al
apenas reproducido:
“Al
proclamar el principio del libre examen, la Reforma protestante
sustrajo la inteligencia a la autoridad de la Iglesia, la separó
progresivamente de los dogmas y de todas las obligaciones. Así
liberada, a la razón se la deifica bajo la Revolución francesa y
proclama sus derechos absolutos. Reina en todos los terrenos, llega a
ser sucesivamente deísta, atea y, en su aislamiento, termina
dudando de sí misma y de todas las percepciones de los sentidos. Ha
renunciado a lo sobrenatural y perdido el gusto por las especulaciones
metafísicas. Se ha vuelto a la materia para mejorar la vida terrestre
del hombre. Los descubrimientos científicos que
han recompensado su nuevo celo han aumentado su confianza en sí misma;
pero, al aumentar el bienestar y disminuir el esfuerzo, han contribuido a
la anemia del cuerpo al que debían servir. Un individualismo orgulloso,
enemigo de toda imposición de la autoridad,
que exalta el egoísmo personal, se implantó en las costumbres; un
individualismo inquieto, porque incluso con placeres siempre nuevos no
podrían aplacar la necesidad profunda de nuestra alma creada para el
Infinito” (“Quiero ver a Dios”, p. 104).
Se
trata de un análisis que sorprende al describir tan de cerca nuestros
días, y porque en tantos ambientes se palpan dramáticamente
las consecuencias de ese orgullo de la inteligencia, de tantas formas
de soberbia que rompen con Dios y llevan al desprecio del hermano.
Basta
con mirar los últimos dos siglos: dos guerras mundiales, el uso
destructivo de conquistas técnicas, la explotación de millones
de personas, el aborto legalizado e incluso pagado por el algunos
Estados como “servicio público”, la plaga del divorcio, las leyes que
destruyen la identidad y naturaleza del matrimonio y la familia...
Parece
un panorama desolador, que explican la famosa frase del Papa Pío XII:
“el pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado”
(Radio Mensaje, 26 de octubre de 1946).
Para
superar el orgullo intelectual y todos los males que de él derivan, el
camino es sencillo: la humildad. Con ella las mentes se
abren a Dios y a la luz de la fe, al mismo tiempo que se reconocen los
propios pecados.
A
la luz de este diagnóstico, entendemos la riqueza sanadora de las
palabras de Jesucristo: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo
y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e
inteligentes, y se las has revelado a pequeños” (Mt 11,25)